"En general, nada es lo que parece" (A. N. Choa)

domingo, 14 de agosto de 2011

24 - Vuelta manzana



Dí unas vueltas por el barrio, observando cómo todo se ponía en marcha a esa hora incierta en la que la noche se diluye y el día empieza a cuajar.
Al cabo de un rato, estaba de nuevo en la cuadra del bar.

Cuando llegué a la puerta, eché una mirada rápida al interior, donde la escena ya se había completado con todos los actores: Candela repasaba las mesas con un trapo húmedo, Doña Moderación contaba plata en la caja registradora, Johnatan barría el piso y Svebor sólo dejaba ver su espalda balanceándose de un lado a otro, a través del pasaplatos, detrás del mostrador. Cada uno ocupado en lo suyo, al punto que ninguno se percató de mi presencia.

No lo había decidido conscientemente, pero se ve que la advertencia de Johnatan me estuvo trabajando de alguna manera extraña en la cabeza, porque esta vez, en lugar de entrar, giré a la izquierda y me dirigí a la esquina del kiosco de diarios.
Doblé a la derecha, pasé frente al taller mecánico donde suele echarse a descansar Erec, dejé atrás el locutorio donde Anchoa me había confeccionado la lista de frases para entablar conversación con el cocinero vikingo/croata, y llegué a la otra esquina.
Ahí volví a doblar a la derecha, y caminé en dirección a la vía del tren.

Esa calle no tiene paso a nivel, y a pesar de que era una mañana luminosa, al avanzar en la cuadra, se me presentó la misma sensación de inquietud que había sentido la noche anterior en la calle interna del estadio. Había algo raro, indefinido, en el ambiente. Me costó darme cuenta, pero a medida que caminaba, fui notando que todo en esa cuadra parecía transcurrir a menor velocidad que en el resto del barrio. Me di vuelta, y miré hacia la esquina que había dejado atrás. Ví como los coches cruzaban de derecha a izquierda, en dirección a la avenida, como bólidos.
Mientras, al lado mío, una viejita barría la vereda como si bailara despaciosamente un vals. Levanté la vista, y me pareció que las ramas de los árboles que se agitaban con el viento, lo hacían como en cámara lenta. En la vereda de enfente, unos pibes que pasaban en bicicleta, parecieron tardar una eternidad en llegar a la esquina. Sacudí la cabeza como para deshacerme de esa sensación tan extraña, y me dije que seguramente en todos los callejones la vida se desarrolla más lentamente.

Apenas pasé la mitad de la cuadra, me encontré con un enorme portón de metal, aparentemente de acero, pero de un color gris mate como nunca antes había visto. No pude resistir la tentación de acariciarlo, porque tenía un aspecto sorprendentemente parecido al terciopelo. El tacto me confirmó lo que la vista me había anunciado, con el agregado de que además de suave y afelpada, la superficie estaba templada, casi caliente. Es decir que lo que a primera vista me había parecido acero, vaya uno a saber qué material era. Inmediatamente me resonó la frase de cabecera de Anchoa: "En general, nada es lo que parece".
Sin separar la mano del portón, caminé hasta el otro extremo, el más cercano a la vía del tren. Ahí pude ver, recortada en la superficie, lo que me pareció una puerta: era un rectángulo con una altura un poco mayor a la de una persona, y más o menos un metro de ancho. Pero no tenía picaporte, ni cerradura, ni mirilla. Y como para completarla, la ranura que la separaba del resto del portón, era apenas perceptible, como si la hubieran recortado con una hoja de afeitar. Pensé si sería ese el acceso por donde habían estado ingresando todas esas personas que según el Soldado estaban adentro del galpón.
Me había parecido percibir, mientras caminaba deslizando la mano sobre la superficie, una vibración rítmica, parecida a un latido. Así que pegué la oreja a la supuesta puerta, y creí escuchar, muy a lo lejos, asordinada, la música hindú que formaba parte del "show" que veníamos investigando. Entonces me dí cuenta de que abajo,entre el portón y el piso, quedaba una abertura de unos pocos milímetros, todo a lo ancho, y por ahí se colaba el reflejo de la luz que cambiaba de color: naranja, azul, verde, y vuelta a empezar. Miré mi reloj, y sí: era la misma hora en la que habíamos observado el fenómeno las veces anteriores. Me acordé de Anchoa hablando de manifestaciones auditivo-lumínico-olfativas, o algo así. En todo caso, me estaba faltando constatar el tema del aroma a sahumerio, así que luego de mirar para todos lados y verificar que no había nadie a la vista, me puse en cuatro patas y arrimé la nariz a la hendidura por donde salía la luz.

Entonces sentí cómo algo me empujó justito en el medio del traste, haciéndome perder el equilibrio y golpear la frente contra el portón.
-¡Pero mecachendié! grité, mientras intentaba darme vuelta, pararme, y ponerme en guardia para responder a la agresión.

El que estaba detrás mío era Erec, que me había empujado con el hocico, y ahora me miraba fijo con una sonrisa cachadora.
-¿Se puede saber qué caracho es lo que quiere? le dije, sin tutearlo, en parte porque soy de tratar de usted a todo el mundo, pero también porque ese perro impone un respeto que lo lleva a uno a dirigírsele con cierta formalidad.
Como toda respuesta, el bicho se dio vuelta y empezó a caminar para el lado de la vía, con la prestancia, la decisión y la seguridad de siempre.
Solamente atiné a terminar de ponerme de pie y caminar detrás de él.

Al llegar al alambrado que cierra la cuadra, lo atravesó limpiamente por un hueco que parecía conocer muy bien, y cuando estuvo del otro lado giró hacia mí y se quedó mirándome. Como pude pasé por el hueco en el alambre, que para un perro estará bien, pero a mí me costó un hermoso siete en el saco del traje, a la altura de la espalda.
Me incorporé a las puteadas, preguntándome quién me mandaba a andar persiguiendo a un perro por la vía del tren. Pero no pude distraerme demasiado, porque Erec ya había arrancado de vuelta, al trotecito, por el espacio que queda entre la vía y el paredón, en dirección a la calesita que está en la esquina del bar. Lo seguí como pude, tropezando con la puntas de los durmientes, unas cuantas latas oxidadas, y un par de linyeras que me insultaron desde abajo de unos cartones.
Cuando llegamos a la calesita, el perro traspuso una puertita que había en la reja perimetral, pasó frente al calesitero saludándolo con su sonrisa de perro y un leve movimiento de la cabeza, y siguió hasta salir a la avenida por la puerta del frente. Yo caminé detrás de él, sacudiéndome el polvo del traje, saludé al propietario del establecimiento infantil con un muy formal "buenos días, señor", y llegué a la vereda, viendo de reojo cómo el tipo me miraba rascándose la cabeza, como si hubiera visto un fantasma.

Erec ya había doblado a la derecha, y se dirigía hacia el bar.

Perdido por perdido, lo seguí, y pude ver cómo, al llegar a las mesas de la vereda, se acercaba a Anchoa, que estaba tomando una cerveza.
Se le sentó al lado, en el piso, lo miró fijo a los ojos, el detective le dio unos maníes, y el bicho se paró, y cruzó lo más contento la avenida, masticando al trotecito, hasta que se perdió de vista.

Entonces Anchoa se dio vuelta hacia donde yo estaba llegando, y me dijo:
-Siéntese, Tordo, lo estaba esperando. ¿Se toma algo?

- CONTINUARÁ -

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5 comentarios:

  1. Uf a la perinola, esto se pone lindo..y usté con el saco roto.

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  2. Ah, bueno!! Ahora resulta que el perro Erec es buche de Anchoa!!!
    Me late que igual, el perrito lo salvó de que usté se mande alguna macana... se estaba aventurando demasiado, y solo.

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  3. ...muy bien el perro.

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  4. A veces, teniéndola tan a mano, no hacemos tiempo a rodear la manzana, siendo que de ahí pueden salir algunas respuestas, o al menos, un par de interrogantes más!
    Y este perro, se ve que lo tiene en alta estima!
    Seguimos recorriendo el barrio!
    Abrazos!

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  5. Quiero sacar un abono anual en esa calle en que todo transucrre lentamente.

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