"En general, nada es lo que parece" (A. N. Choa)

domingo, 24 de abril de 2011

8 - Erec


Sin terminar la frase, Anchoa se agachó con un movimiento ágil, casi eléctrico.

Se hizo un ovillo y quedó oculto detrás de una de las pilas de cajones de manzanas que Cosme armaba todas las mañanas junto al cordón de la vereda, y que en conjunto con el toldo verde de lona, formaban una especie de recova delante de la frutería.
Pilín, sin preguntar por qué, intentó obedecer la orden rápidamente, pero en razón de su masa corporal, y de que por no soltar el salamín ni la bolsa de pan, no podía usar las manos para apoyarse en el piso, casi tira al diablo las cajas que estaban al lado de las manzanas. En el tambaleo se le cayó un cacho de bananas encima de la cabeza. Sin perder tiempo peló una y se la deglutió en dos bocados, así como estaba, nomás, en cuclillas, mientras soltaba una risita. Cosme lo miró de reojo, pero pareció no importarle.
Yo fui el último en agacharme, porque el dolor de cintura me seguía maltratando.

-Mire, tordo, asómese por el costadito! dijo Anchoa
Le hice caso, y entrecerrando un poco los ojos, lo reconocí: era Orellana, que salía apurado del bar con su bolsito colgado del hombro derecho, mirando para todos lados, como asegurándose de que nadie lo seguía, y enfilando para el lado del paso a nivel, seguramente para tomarse el tren a su casa.
-Menos mal que no lo vio, dotor! balbuceó Pilín con su voz finita, y medio atragantado con la banana.

Me pareció raro verlo salir del bar, porque después del incidente de aquel domingo, yo había vuelto varias veces, y el correntino nunca estaba.
Primero había pensado que no estaba coincidiendo con él, por eso de los turnos rotativos.
En los últimos días, casi me había convencido de que lo habían despedido, máxime cuando empezó a trabajar la camarera nueva.

Detrás de Orellana iba Erec.

Erec es, basicamente, como una especie de ovejero alemán devaluado: tiene la cabeza no tan grande, el cuerpo no tan macizo, el lomo no tan oscuro y las orejas no tan erguidas como un verdadero ovejero alemán. Lo que estoy seguro que no tiene devaluado es la personalidad.
El tipo se mueve en la calle con una seguridad que muchos humanos le envidiarían. Uno lo ve tomando decisiones a cada rato: para dónde ir, en qué esquina doblar, dónde sentarse a descansar, en cuál boliche entrar, dónde pasar la noche.
Parece siempre ocupado en algo, como si tuviera algún propósito inmediato que cumplir.
Nunca vi que nadie le acariciara la cabeza. Impone cierto respeto, como para tratarlo de usted. Todos en el barrio lo conocen, y lo saludan cuando se cruzan con él. Él devuelve el saludo mirando a los ojos, y de vez en cuando haciendo una sonrisa de perro, pero como al pasar, sin detenerse.
A veces va sólo, pero otras veces lo acompañan dos o tres perros, también callejeros, y entonces se mueven en bloque, como contagiados de la seguridad de Erec. Siempre trato de imaginarme a dónde se dirigen los perros que andan sueltos por la calle, especialmente cuando van en grupo. ¿Será que alguno tiene un dato preciso sobre una bolsa de residuos con comida, o una perra en celo, y lo comparte con sus compañeros, y allá van todos?

Erec lo siguió a Orellana hasta la barrera, que estaba baja.
Ahí lo perdí de vista al correntino. Erec cruzó la avenida por delante de los autos que esperaban, y cuando llegó a la vereda de nuestro lado, dobló en dirección a nosotros.

Siempre me llamó la atención el nombre que tiene el perro. ¿Por qué no se llama Chicho, o Negro, como cualquier perro de la calle?
Un día que lo vi echado en el taller que está a la vuelta del bar, le pregunté a los muchachos si sabían porqué le habían puesto ese nombre con reminiscencias nórdicas.
No sé si interpretaron bien mi pregunta, pero me contestaron:
-Se llama Erección, pero todos le decimos Erec, para abreviar
-Aah, claro!

Así que se vino al trotecito pasando por delante de la pollería, sin siquiera desviar la mirada, y eso que los efluvios que salen de ese boliche deben ser más que tentadores para cualquier perro.
Zigzagueaba esquivando la gente que iba y venía por la cuadra, serio y concentrado.
Al llegar a la frutería, le sonrió primero a Cosme y después a Pilín.
A mí me ignoró, y entonces pasó algo extraño.
Ya nos habíamos incorporado los tres, porque como Orellana había desaparecido entre la multitud que esperaba el tren, ya no había razón para seguir escondidos detrás de los cajones.
Cuando estuvo cerca de Anchoa, Erec se detuvo, se le puso de frente, y levantó la cabeza para mirarlo fijamente a los ojos. Se quedaron así durante varios segundos. Anchoa con sus ojos saltones y brillosos de suricata, y Erec con sus ojos de perro, quieto, sin mover siquiera la cola. Como intercambiando algún tipo de información utilizando solamente la mirada.

De repente, Erec se puso otra vez en marcha, dobló la esquina y desapareció de nuestra vista.

Pilín y yo nos quedamos mirando, primero la esquina por donde había desaparecido el perro, y a continuación la cara de Anchoa, que con la misma expresión reconcentrada que le había visto unos segundos antes a Erec, nos dijo:

-Entremos al bar. Invito yo

- CONTINUARÁ -
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domingo, 17 de abril de 2011

7 - La puerta celeste



- ¡Habráse visto!
- ¡Qué picardía!, un hombre mayor, y elegante, en ese estado...
- ¡Quién sabe qué estuvieron consumiendo, con ese mocoso!

Con el oído que me quedaba libre, podía escuchar los diálogos de las vecinas que se cruzaban con nosotros.

Es que además de Desencuentro, Johnatan tenía almacenados en ese aparatito los tangos más terribles que alguna vez fueron escritos, y yo no podía dejar de escuchar uno atrás de otro. Estaba como hipnotizado. Así que como el pibe había empezado a caminar de nuevo despacito hacia la oficina donde tenía que entregar los sandwiches, yo lo seguí, y así íbamos, los dos, unidos por los cablecitos que llevábamos, él en su oreja derecha y yo en mi oreja izquierda, que se juntaban en uno solo, que se metía en su bolsillo. Caminábamos siguiendo el ritmo de la música, y moviendo levemente la cabeza de un lado a otro, y ahora, sin duda, yo también con los ojos vidriosos, rojizos, como a punto de llorar.

Si yo tuviera el corazón,
el mismo que perdí;
si olvidara a la que ayer
lo destrozó y pudiera amarte...
Me abrazaría a tu ilusión
para llorar tu amor... sonaba en mi oído izquierdo y en el derecho del pibe
-Hombre grande! ¿No le dará verguenza andar drogado por la calle, escuchando rock con un chico, como si fueran de la misma edad?...se oía en mi oído derecho y en el izquierdo de Johnatan

Ahora, cuesta abajo en mi rodada,
las ilusiones pasadas
yo no las puedo arrancar.
Sueño con el pasado que añoro,
el tiempo viejo que lloro
y que nunca volverá...nos llegaba directo al alma por ese cable que nos tenía conectados.
-Ma! ¿Qué les pasa a ese señor y a ese chico, que tienen los ojos así?
-No mires, Joaquín, vamos, que te compro un alfajor...se escuchaba afuera.

¡No estás!
Te busco y ya no estás.
¡Qué largas son las horas
ahora que no estás!...nos golpeaba el corazón a los dos a la vez
-Grande chabón!
-Se fumaron todo con el abuelo!...decían unos pibes que pasaban

Así seguimos hasta llegar a la oficina. Johnatan se paró, y nos miramos a los ojos vidriosos, sin hablarnos. Yo me quité el auricular del oído, y se lo puse a él, que entonces dió media vuelta y entró al edificio.

Empecé a caminar de regreso hacia el bar, y aunque ya no estaba conectado a aquel aparatito, las notas y las letras que había escuchado en ese corto viaje me resonaban todavía, como en un ensueño.

-Tordo! Me llegó la voz como un soplido desde el costado
-No me escucha? Hace como media cuadra que lo vengo llamando!
Era Anchoa, que se me había puesto a la par, y ya caminaba a mi lado.
Sin contestarle, lo miré a los ojos, mientras la música se apagaba de a poco en mi cabeza.
-Seguro estuvo con el rolinga tanguero

Anchoa (¿el agente Choa? ¿el detective Alfredo N.?) no dejaba de sorprenderme. Siempre iba un paso adelantado. Conocía de antemano cosas que yo no lograba averiguar, aunque me lo propusiera.
-Sí! Cómo lo sabe?
-Por los ojos, obvio! ¿Va para el bar?
-Así es. A propósito, el otro día en la cancha, le quise preguntar algunas cosas, pero justo hubo un gol, y usted se me escapó.
-Sí, sobre la hora! Me tuve que sumar al festejo, discúlpeme, pero no me iba a quedar conversando con usted atrás de la tribuna.
-No, está bien, comprendo. ¿Y Pilín?
-Ahora me alcanza. Veníamos juntos, pero se retrasó un poco. Entró en la fiambrería...
-Me imagino

Ya estábamos llegando al bar. Cuando estuvimos enfrente, Anchoa me agarró del brazo, como para impedirme que cruzara la avenida. Así que nos paramos al lado de la frutería. Cosme seguía hablando pestes de su propia mercadería con una clienta.

-Mire, tordo, preste atención a la puerta celeste, la que está a la izquierda.
-Sí. Qué tiene?
-Mire, mire!

De repente, la puerta, que hasta ese momento estaba cerrada, se abrió, y comenzó a salir gente. Salían de a uno, pero sin interrupción, hombres, mujeres, chicos y chicas jóvenes. Creo que conté más de treinta. Caminaban con la vista al frente, rápido, pero no apurados. Salían en todas direcciones: algunos hacia la esquina de la farmacia, otros hacia el otro lado, hacia el paso a nivel, otros cruzaban la avenida hacia donde estábamos nosotros, y seguían su camino.
Anchoa parecía saber que a esa hora se produciría esa salida, y miraba, con el pucho en la boca y las manos en los bolsillos, con su mirada de suricata, como si estuviera chequeando un fenómeno observado con anterioridad.

-Buenas! ¿Qué hacen que no cruzan?
Me di vuelta mirando hacia abajo, buscando al nene que había formulado la pregunta. De nuevo me había ensartado: era Pilín, con su vocecita infantil. Traía un salamín largo como un sable debajo del brazo izquierdo, y una bolsita blanca con pan en la otra mano
-Es para picar más tarde, antes de cenar, se disculpó sin que nadie le hubiera preguntado nada.

La gente seguía saliendo. Yo ya había perdido la cuenta, pero seguro iban por los ochenta, o cien. No entendía muy bien dónde habrían estado metidos. Estaba claro que la puerta celeste pertenecía al instituto del primer piso, pero visto desde afuera, nunca me había impresionado como un lugar tan grande como para albergar tanta gente al mismo tiempo.

De pronto, Anchoa, que siempre ve algún detalle que a los demás se nos escapa, o, quién sabe, ve las cosas un segundo antes de que ocurran, sin dejar de mirar hacia la puerta celeste, hizo un gesto moviendo la palma de ambas manos hacia abajo, un poco por detrás de su cuerpo, y susurró:

-Agáchense que ahí viene

- CONTINUARÁ -

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sábado, 9 de abril de 2011

6 - Johnatan


-¡Es como yo le digo, doctor! Créame! ¡Tienen todas el mismo gusto!
Cosme, el frutero de enfrente del bar, me lo decía gesticulando con una mandarina en una mano y una naranja en la otra
-Sí, a mí me parecía
-¡Pero claro, hombre, es por los químicos que le enchufan! ¡Que fertilizantes, que insecticidas, al final da lo mismo comerse un kiwi que una banana! ¡Son un desastre!
-Bueno, tampoco será para tanto
-¡Qué no va a ser para tanto! ¡Cada vez vienen peor! ¡Una verdadera porquería!
Hablaba casi a los gritos, sin importarle que lo escucharan las vecinas que estaban esperando ser atendidas. Francamente, no me explico cómo conserva la clientela

En realidad toda la conversación no era más que una excusa para quedarme un rato parado justo enfrente del bar, esperando que saliera el pibe.

Dado que era evidente que no iba a poder obtener mayor información de Anchoa, que se me hacía el detective misterioso, ni de doña Moderación, que cuando quería evitar el tema me hablaba de su dolor de tobillos, ni de Cande, que hacía sólo un par de días que trabajaba en el bar, ni del cocinero vikingo, porque no me manejo muy bien con el croaciano, o croatés, o como caracho se llame el idioma, y para las señas no me doy maña, ni de Orellana, que estaba desaparecido desde el día del incidente, solamente me quedaba intentar con Johnatan, el bachero.
Yo sabía que todas las mañanas a la misma hora, iba a llevar unos sandwiches a una oficina a un par de cuadras.
Al rato nomás lo vi venir, alto y flaco, casi escuálido, con sus pantalones vaqueros medio caídos, su remera negra con una lengua colorada en el pecho, y sus zapatillas también coloradas. Caminaba acompasadamente, con una mano en el bolsillo, y en la otra el paquete con el delivery (como le llama doña Moderación a los sándwiches y los cafés que le manda a entregar)

-¡Pruebe! ¡Va a ver si no tengo razón! ¡Pruebe!, me dijo Cosme, y me extendió la mano con media mandarina que había pelado
Lo paré con un gesto y le contesté
-Apárteme medio kilo, que después paso
-¿De mandarinas o de naranjas?
-De lo que venga ¿No es lo mismo?

Cuando Johnatan terminó de cruzar la avenida y pasó rumbo a la oficina, me le puse a la par.
Yo quería preguntarle por las luces, la música rara, el olor a sahumerio, incluso por el barbudo de túnica que había visto en el balcón del primer piso el día del altercado con Orellana

Pero para llegar a esos temas tan específicos, traté de entrar en conversación de a poco:

-Qué dice, pibe
Me miró de reojo, con esos ojos vidriosos y enrojecidos, como si recién se levantara de la siesta, y arqueó las cejas. Al tenerlo cerca, vi que llevaba en el cuello un pañuelo finito anudado y un collarcito de cuentas verdes, rojas y amarillas.
No me respondió. Supuse que era porque, como siempre, tenía ese aparatito con la música en las orejas, y no me había escuchado. Así que levanté un poco la voz.
-Está lindo para andar en la calle, hoy, no?
Apenas giró, y me volvió a mirar vidriosamente, como si estuviera a punto de llorar. Tiene el pelo morocho, bastante largo, pero el flequillo es corto, como desproporcionado con el resto de la cabellera. La cara es tan delgada como el cuerpo, y los pómulos le sobresalen como dos pequeñas montañas. Movía la cabeza mínimamente hacia los lados, como siguiendo el compás de la música. Como seguía sin contestarme, le hablé un poco más fuerte.
-Hay muchos pedidos para repartir?
Sin dejar de caminar, me dedicó una mirada rojiza, como si recién terminara de llorar, pero no dijo ni una palabra. Así iba a ser difícil sacarle alguna información. Traté de mantener la calma, y probé de entrarle por el lado del amor. Me le acerqué un poco más, y ensayé un tonito cómplice:
-Y Candela, cómo anda? Es linda la piba, eh!
Yo trataba de seguirle el ritmo mientras algunas vecinas de la cuadra se daban vuelta cuando nos cruzaban. Se ve que les llamaba la atención el contraste entre la facha del pibe y mi traje gris con chaleco y corbata. Esta vez ni se dio vuelta, siguió caminando, con la mirada perdida al frente y el paso acompasado.
Empecé a levantar presión. Cómo puede ser, la juventud de ahora no tiene el mínimo respeto. La novia me tutea como si yo fuera un pibe, y éste me ignora como si no existiera.
Así que no me pude contener más, y le largué, a los gritos:
-¡Escúcheme jovencito, si usted cree que porque soy una persona mayor no valgo nada, y se puede dar el lujo de faltarme el respeto y no contestarme las preguntas que le hago, está muy equivocado! ¡Porque al fin y al cabo, además de ser un hombre respetable y usted un mocoso, yo soy cliente del bar donde usted trabaja, y debería tener conmigo aunque sea una mínima cuota de amabilidad! ¡¡Y aunque doña Moderación diga que es un buen chico, tendría que cuidar un poco más su aspecto!! ¡¡¡Porque con esa facha, y ese pelo, parece un drogadicto!!! ¡¡¡¡Y ahora que lo digo, no sé si no lo será, nomás, todo el día escuchando esa música en inglés, a todo lo que da, y con esa mirada perdida, que parece que hubiera estado fumando quién sabe qué porquería!!!!

Mientras le gritaba la última frase, el pibe se frenó, se puso de frente a mí, sacó la mano del bolsillo, y se desprendió el cablecito de la oreja derecha.
Pensé que se había dado cuenta de que le estaba diciendo algo importante, y se lo sacaba para poder escucharme.
Pero no.
Sin dejar de mirarme a los ojos, me lo fue acercando al costado izquierdo de mi cara.
Me paré en seco, y levanté las manos para frenarlo, pero cuando vi que me estaba por poner el auricular en el oído, quedé como paralizado, y solamente atiné a cerrar fuerte los ojos, y a encoger el cuello metiendo la cabeza entre los hombros, como cuando uno se prepara para una explosión.

Lo que escuché me cortó la respiración.

La letra de Cátulo Castillo, la música de Aníbal Troilo, la inconfundible voz del Polaco Goyeneche, y las últimas tres estrofas, los últimos trece versos de Desencuentro:

Quisiste con ternura, y el amor
te devoró de atrás hasta el riñón.
Se rieron de tu abrazo y ahí nomás
te hundieron con rencor todo el arpón

Amargo desencuentro, porque ves
que es al revés...
Creiste en la honradez
y en la moral...
¡qué estupidez!

Por eso en tu total
fracaso de vivir,
ni el tiro del final
te va a salir.

Cuando abrí los ojos, me encontré con los del pibe, que ya estaban derramando sendos lagrimones, que ya estaban deslizándose por los pómulos montañosos.

La pucha.



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domingo, 3 de abril de 2011

5 - Doña Moderación

-Es por la humedad
-Aah, claro!

Invariablemente mis conversaciones con doña Moderación, la encargada del bar, terminan de esa manera.
Porque cualquiera sea el tema que abordemos mientras nos tomamos unos anices o unas Hesperidinas en el mostrador, la señora se las ingenia para derivar la charla al lamentable estado en que se encuentran sus pies, y el dolor que siente en los tobillos, especialmente en esta época del año, independientemente de que el diálogo se desarrolle en primavera, verano, otoño o invierno.
Ella cree que por ser podólogo retirado, tengo a mano la solución mágica y definitiva para cualquier dolencia que afecte de la rodilla para abajo.
Yo zafo echándole la culpa a la humedad, sin darle más explicaciones, y ella hace como que se queda tranquila con mi diagnóstico.
Es como un acuerdo tácito que tenemos, y se repite cada vez.
Igual que el chiste que le hago cuando la invito a acompañarme con la hesperidina o el anís, explicándole que es para poder decir después que yo bebo, pero con Moderación. Vaya uno a saber qué se le pasó por la cabeza a los padres cuando decidieron ponerle ese nombre a esta criolla de pechos enormes y caderas anchas, hace como setenta años, allá en el campo, en Comodoro Py.

Pero después del episodio de la tarjeta, y de la conversación interrumpida en la cancha con Anchoa, yo estaba decidido a obtener de la charla alguna información acerca de las cuestiones que me intrigaban del bar, y del instituto del primer piso, y que suponía también eran motivo de investigación para Anchoa (El detective Alfredo Naum?, el agente secreto Choa?).

Así que me armé de paciencia, me acodé en el mostrador lo más cómodo posible, (porque el bar no tiene barra, y por lo tanto tampoco tiene esas banquetas altas para sentarse cuando uno toma algo. Tiene un simple mostrador, como de almacén), y le pedí a doña Moderación que se tomara otra Hesperidina conmigo.

Desde esa esquina del mostrador donde me había ubicado, tenía un panorama bastante bueno.
El mostrador está casi al fondo del local, de manera que mirando hacia la calle se ven todas las mesas, incluso las de la vereda.
Cerca de la pared de la derecha, mirando hacia la calle, está la mesa de pool adelante, y más atrás la de billar transformada en depósito de cerveza y gaseosas, y hacia el fondo, el pasillo que va a los baños, con la escalera de caracol de un lado, y la cocina del otro, justo atrás del mostrador.

Mientras conversábamos, Cande, la camarera tuteadora, iba y venía del salón y la vereda, llevando la bandeja con cafés y bebidas, y trayendo la plata de los clientes que habían pagado. Cada tanto seguía de largo y entraba a la cocina.
Desde mi ubicación podía ver, por el hueco del pasaplatos, cómo se reía con el bachero, un pibe que debe tener más o menos la misma edad que ella, alto y flaco como un alambre, que anda siempre con uno de esos aparatitos de música enchufado en los oídos.
Como el pibe además de lavar los platos y los pisos, también se ocupa de salir a llevar algunos pedidos a las oficinas de la cuadra, me lo cruzo bastante seguido.
Va siempre con esos cablecitos colgando de las orejas, con los ojos brillosos, y moviendo casi imperceptiblemente la cabeza, acompañando lo que escucha. No entiendo cómo los chicos de ahora se pueden pasar todo el día con esa música ruidosa, y además a todo volumen. Dentro de unos años van a estar todos sordos.

Le hice una seña a doña Moderación para que se diera vuelta, y los dos vimos, por el hueco del pasaplatos, como se besaban a la pasada, pensando que nadie los veía.
-Johnatan se llama, es un chico buenísimo, ella es mi nieta y parece que están noviando
-Enhorabuena! (no sé por qué me salió esa expresión que no uso habitualmente), se ve que hacen una linda parejita!

Al fondo de la cocina, se podía ver la espalda del cocinero vikingo, que parecía estar cortando algo, a una velocidad impresionante. Me hace acordar a un vikingo no sólo por la forma en que intentó atacarme con la maza de aplastar milanesas, sino también por su aspecto. Es enorme en las tres dimensiones: alto y ancho y profundidad. Tiene una barriga voluminosa, unos bigotazos que le bajan verticales a ambos lados del mentón, y el pelo rubio y largo hasta los hombros, recogido en una trenza, supongo que por cuestiones de higiene.
-Y el cocinero, cómo se llama?
-Svebor. Es croata. Vino hace unos años escapando de no sé que guerra. Parece que allá trabajaba en la policía, o algo así.
-Y aprendió bien el idioma?
-Ni una palabra. Al principio pensé que era mudo. Así que los pedidos de los platos se los hacemos por señas
Intenté imaginarme qué seña podía corresponder a "Vacío al horno con papas", o a "Revuelto Gramajo", pero no lo logré.

Mientras ella me hablaba, yo miraba de reojo al rincón de la escalera de caracol.
La luz había vuelto.
Ahora cambiaba de color bastante rápido, entre el naranja, el azul y el verde.
La música hindú chorreaba por los escalones, y el olor a sahumerio se expandía casi hasta donde estábamos nosotros dos.
Pero Doña Moderación, que estaba parada detrás del mostrador, de frente a mí y de espaldas al fondo del local, parecía no ver, ni oír, ni oler.
Abrí la boca para preguntarle por Orellana, pero me frené. Habían pasado pocos días desde el incidente, y tuve miedo de enterarme de que lo hubieran despedido por mi culpa.

De pronto, se produjo un cambio en la escena del fondo del local.
La luz que bajaba por el hueco de la escalera quedó primero fija en el color naranja durante unos diez segundos, y después se atenuó hasta desaparecer.
Simultáneamente, se disipó el olor a sahumerio, desenmascarando la fritanga que salía de la cocina, y la música hindú se fue diluyendo, dejando en su lugar un sonido que al principio me costó identificar.

En ese instante, Doña Moderación, que estaba detrás del mostrador, junto a la caja registradora, Cande, que venía del salón con la bandeja debajo del brazo, Johnatan, que salía de la cocina con la escoba en la mano, y el vikingo croata, que se asomaba por el pasaplatos blandiendo una cuchilla, quedaron como suspendidos en el tiempo, los cuatro con la mirada dirigida hacia un mismo punto del techo, como si pudieran ver lo que estaba pasando en el piso de arriba.

En voz baja, les dije:
-Ustedes no escuchan ese ruidito?
Ninguno contestó. Lo que se escuchaba era como un crepitar, pero débil, y agudo, y constante, como miles de pequeñas voces....piando.
Casi grité:
-¡Me parece que son pollitos!
Los cuatro parecieron despertar del trance hipnótico, y reanudaron cada uno el movimiento que habían interrumpido por un segundo.

Entonces doña Moderación me dijo, como si no me hubiera estado escuchando:
-Los tobillos me están matando. Qué podrá ser?

Esta vez no le contesté.

- CONTINUARÁ -
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