"En general, nada es lo que parece" (A. N. Choa)

domingo, 27 de marzo de 2011

4 - Hinchada





¡Excursionistas vos sos mi pasión, vos sos mi locuuuura,
que tenemo' aguante lo sé, ya no queda duuuda,
esta es la banda del Bajo Belgrano
la que te sigue siempre en todos lados,
ustedes dejen la vida en la cancha,
nosotro' alentamo, nosotro' alentamo!

Mientras el canto bajaba de la tribuna como un rugido, yo subía con dificultad pasando entre medio de cientos de hinchas desenfrenados que saltaban marcando el ritmo, haciendo temblar el cemento del Coliseo del Bajo Belgrano.
Vi una bandera enorme a rayas verdes y blancas, que latía con el canto, porque la movían acompasadamente miles de brazos de los que estaban debajo.
A medida que iba subiendo notaba cómo los hinchas que tenía cerca me miraban raro. Sería tal vez porque mi traje gris con chaleco, mi corbata y mis zapatos lustrados desentonaban un poco con el estilo informal de ellos.
Es que hacía muchísimo tiempo que no iba a una cancha de fútbol.
A decir verdad, creo haber ido unas pocas veces en mi vida.
El fútbol no es lo mío. Ni el fútbol ni el pool. Soy más bien del boxeo y del billar.

Pero no me quedaba otra: Anchoa y Pilín me habían explicado una vez que cuando Excursionistas juega de local, Anchoa se ocupa de dirigir a la hinchada, mientras el gordo atiende el puesto de choripan que está debajo de la tribuna local, y que la dirigencia del club le dio a explotar a los "hinchas más caracterizados", que es como se denomina finamente a los muchachos de la barra brava.
Y como esos dos andan todo el resto del tiempo juntos, se me ocurrió que era la oportunidad de agarrarlo a solas a Anchoa (bueno, a solas es un decir), para que me explicara lo de la tarjeta que me había entregado en el bar el día de la cerveza en la mesa de la vereda.

Mientras iba subiendo, me llegaba desde la tribuna visitante, asordinado en parte por la distancia, y en parte porque eran pocos los intérpretes, el canto de la hinchada de Midland:

¡Vamo' el funebrero y ponga huevo que tenemo' que ganar,
quizá no tenga para morfar,al funebrero yo lo sigo adonde va,
no me importa donde juegue,siempre lo voy a seguir,
yo lo quiero al funebrero y por él voy a morir!

Pensé que a juzgar por los cantitos de las hinchadas, el fútbol hoy se ha convertido en una cuestión de vida o muerte, y seguí subiendo unos cuantos escalones más pidiendo permiso y cuidándome de los pisotones y los codazos.

Levanté la vista, y ahí lo vi: emergiendo entre las banderas, los papelitos y el humo de la pirotecnia, un metro más arriba que el resto, parado en el paraavalanchas, agarrado con una mano de una bandera larga y finita que bajaba desde lo alto de la tribuna hasta el alambrado perimetral del campo de juego.
Pero no tenía la actitud que uno está acostumbrado a ver en los barrabravas cuando la televisión se dedica a enfocarlos en esos momentos en que el partido se pone aburrido.
No estaba de frente al césped mirando las jugadas, pero tampoco estaba de frente a la hinchada. No cantaba. No saltaba con el resto.
Estaba erguido, medio al vies sobre el caño del paraavalanchas, la cabeza levantada, los ojos fijos alternadamente en el campo de juego, en la hinchada rival, y en la propia hinchada.
Miraba, olía, escuchaba. Escudriñaba el entorno.
La suricata vigilando, protegiendo a la manada.

Me acerqué como pude, porque rodeando el paraavalanchas estaba lo más selecto de la barrabrava: El Topo, Pascua, Potote, Fusa y El Soldado.
Yo los conocía de haberlos visto en el bar jugando al pool con Pilín y Anchoa, pero nunca los cinco juntos; siempre de a uno o dos. Además, nunca se sentaban a tomar cerveza con nosotros. Simplemente llegaban, jugaban una o dos fichas de pool en silencio, y se iban.
Pero esa tarde no estaban lo que se dice silenciosos: cantaban desgañitándose, dejando las tripas en cada estrofa, y en las pausas que imponía la métrica de los versos, lanzaban un ¡¡¡Vaaaaamo'!!! los cinco al unísono, como para que no decayera el entusiasmo del resto de los hinchas.
Mientras tanto, Anchoa no dejaba de prestar atención a cada mínimo detalle de lo que pasaba alrededor: desde los piques del 7 de Midland, que esa tarde estaba enloqueciendo a la línea de cuatro verdiblanca, pasando por los movimientos de la hinchada rival, hasta el aliento de los propios hinchas, sin dejar de lado las puteadas al árbitro y a ambos jueces de línea.

Cuando estuve a un par de metros, ni siquiera tuve que llamarlo.
Detectó mi presencia, me dedicó una mirada breve, le hizo una seña con la cabeza al Topo, y en un movimiento casi de ballet, intercambiaron lugares: Anchoa bajó de un salto del paraavalanchas, y el Topo ocupó su lugar.
El Topo, si bien es flaco como Anchoa, no tiene los ojos saltones, sino unos ojitos chiquitos e inteligentes, y ostenta permanentemente una semisonrisa canchera, típica del que tiene las cosas bien claras.
En cuanto ocupó el lugar arriba del paraavalanchas, dejó de cantar como un descosido y adoptó la misma actitud vigilante y escrutadora que tenía Anchoa un momento antes.
Una vez más, me acordé de los documentales donde las suricatas se turnan para vigilar el entorno y proteger al grupo.

Anchoa me tomó del hombro y me llevó hasta la parte de atrás de la tribuna, donde los cantos, los saltos, y las explosiones llegaban amortiguadas por el espesor del cemento.
Saqué la tarjeta del bolsillo y se la puse enfrente de la cara. Anchoa ni la miró, y me dijo, con su disfonía tribunera:
-Vamos, tordo, me va a decir que usted va al bar nada más que a boludear!
-Bueno, yo no lo diría en esos términos. Voy a leer el diario, tomarme alguna copita, a veces me quedo a almorzar...
-Sí! Y arma unos quilombos que si no lo defendemos con el gordo, entre Orellana y el cocinero lo dejan finito como un escalope!
-Ese incidente se produjo por culpa del servicio de Decisiones Express, que está mal organizado, pero yo no me vine hasta acá para que me echen en cara que me tuvieron que defender!
-Y a qué debemos su grata presencia en Pampa y Miñones, entonces?
-Quiero saber quién es usted realmente! le contesté sacudiendo la tarjeta delante de su nariz
-Y por qué me pregunta si ya tiene la tarjeta?
-Porque yo estaba convencido que usted era, como Pilín, como los otros muchachos que juegan con ustedes al pool, un, digamos, hincha caracterizado de Excursionistas...
-Un barrabrava
-Usted lo dijo, no yo. Pero resulta que el otro día, sin aviso previo, me tira esta tarjeta donde dice que usted es una especie de detective, o algo así!
-Y?
-Y, que para mí era Anchoa, el barrabrava, y ahora me vengo a enterar que se llama Alfredo Naum Choa, y que tiene una empresa de Investigaciones!
-Y dígame, cómo lo llamamos nosotros a usted?
-Doctor, tordo, según.
-Y usted qué es?
-Bueno, podólogo, ya le conté que estoy retirado hace tiempo...
-Entonces, tordo, coincidirá conmigo en que, en general, nada es lo que parece
-Está bien, pero cómo me explica todo ese caudal de conocimientos que usted tiene sobre Excursionistas?
-Tordo, me extraña! Desde que se inventó el Google, uno es ignorante sólo si quiere!
-No sé qué será ese Buble del que me habla, pero todavía no me dijo a qué se refería el otro día en el bar cuando me preguntó si a mí también me intrig....

¡¡¡¡¡GOOOOOOOOOOOOOL!!!!!!

El estruendo y el temblor del cemento casi me tiran al piso.
Anchoa (Alfredo?, el detective Choa?) giró sobre sus talones, y en dos zancadas se zambulló entre los hinchas que saltaban enloquecidos, festejando el triunfo sobre la hora.
Me apuré a salir del estadio antes que la hinchada.
Cuando pasé frente al puesto de choripan, vi como Pilín me saludaba con la mano en la que sostenía un tenedor con un chori ensartado.

No parecía sorprendido de verme ahí.

- CONTINUARÁ -

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domingo, 20 de marzo de 2011

3 - Candela



Me quedé dándole vueltas a la tarjeta, como esperando que se cayera de la cartulina alguna explicación.
Sentí como si alguien, que durante los últimos meses había ido archivando prolijamente fichas en mi cabeza, de repente, y sin aviso, me la hubiera sacudido con violencia, desorganizando con ese zarandeo toda la información.

¿Anchoa (o debería decir A.N. Choa) investigador? ¿O detective? ¿O qué carajo?

Traté de recordar cuándo los había conocido a los dos (a él y al gordo Pilín, porque en mi mente los dos formaban una especie de unidad simbiótica. Siempre se movían juntos, y mi impresión era que se complementaban formando una de esas parejas típicas de las novelas, o de las películas: el grandote forzudo pero de pocas luces, y el flaquito debilucho pero pensante).
Hice el esfuerzo, pero no encontré en mis recuerdos un día en particular.
Siempre creí que ellos eran habitués del bar desde antes que yo.
Me había hecho a la idea de que iban a ese lugar a jugar al pool y a tomar cerveza más o menos desde que el bar existía.
Alguna vez me habían invitado a jugar con ellos, pero lo mío no es el pool. Si estuviera sana la mesa de billar, tal vez...

Rememoré las charlas sentados los tres en la mesa de al lado de la ventana, con Anchoa haciendo gala de una erudición increíble en lo que respecta a la historia del Club Atlético Excursionistas, mientras el gordo lo miraba con admiración, metiendo cada tanto algún bocadillo con su voz de nene.
A Pilín le gustaba particularmente la historia que Anchoa repetía cada tanto, sobre el origen de los colores de la camiseta original del club: fondo verde con una franja blanca horizontal representando el pasto y los manteles de los picnics que los fundadores hacían en sus excursiones al Delta y a la Isla Maciel allá por 1910. El gordo se divertía imaginándose qué sanguches se mandarían los tipos en esa época.
Anchoa relataba cosas del club como esos hinchas que son tercera o cuarta generación, y que repiten las historias que les contaron sus padres y sus abuelos.
Recitaba con su voz de susurro formaciones del equipo de cualquier época. Nombraba con veneración a jugadores del año 17, como Pedro Tilhet, o de la década del 40, como el "Pata" Eduardo Dotto.
Se emocionaba contando que en 1934, cuando se formó la AFA, los dirigentes de Excursio prefirieron dejar al club relegado a la segunda división con tal de no renunciar al amateurismo.
Tenía en su cabeza los resultados, año a año, del clásico contra Defensores de Belgrano.
Contaba con orgullo las épicas batallas por las banderas contra las hinchadas de Midland, El Porvenir o Argentino de Rosario. En este punto se miraban cómplices con Pilín, y yo me los imaginaba espalda contra espalda, resistiendo los embates enemigos en esas trifulcas tribuneras.

En fin, Anchoa (¿Alfredo Choa? ¿el agente Alfredo?) no me impresionaba para nada como un recién llegado, un infiltrado paracaidista que venía a investigar quién sabe qué misterio.

Intenté rebobinar la escena que terminó con Anchoa entregándome la tarjeta.
Él me preguntó si a mí también me intrigaba. ¿A qué se refería?
Yo sé que tiene una capacidad natural para percibir lo que pasa en el entorno, incluyendo lo que le ocurre a la gente que tiene cerca. Es esa actitud de suricata centinela, que erguida en dos patas mira, escucha y huele todo alrededor, para detectar a los predadores y dar aviso a la manada.
Tal vez así haya podido descubrir mi sorpresa al darme cuenta de que faltaba en el fondo del local la luz que habitualmente baja por el hueco de la escalera de caracol, y a eso apuntaba su pregunta.
O a lo mejor percibió la atención que le presté al balcón del primer piso cuando me eché hacia atrás en la silla, y supuso que fue el cartel lo que me intrigó.

-Acá te dejo los maníes
La voz de la camarera me arrancó de prepo de mis cavilaciones, y a la vez me irritó.
-Discúlpeme, señorita. ¿Cuál es su nombre?
-Cande
-¿Cande? ¿Qué nombre es ese?
-Bueno, contestó con una risita nerviosa -Me llamo Candela, pero todos me dicen Cande.
-Y dígame, señorita Candela: ¿Cómo es que yo, que podría ser, por mi edad, prácticamente un abuelo suyo, la trato de usted, mientras que usted, que por su edad podría ser prácticamente una nieta mía, pero no lo es, y por eso no tiene la confianza suficiente, me trata de vos, con absoluto desparpajo?
-......................
-Cuando yo tenía su edad, había un respeto en el trato, y no le estoy hablando de grandes diferencias de edad. Uno trataba de usted hasta a los compañeros de trabajo. Imagínese entonces lo que pasaba cuando uno le hacía un pedido al mozo de un bar, que por supuesto eran todos señores, porque no estaba esta moda de las camareras. Los señores mozos se dirigían a uno tratándolo de usted, como corresponde.
-.......................
-Así que le voy a pedir, señorita Candela, que en lo sucesivo, por lo menos a mí, cuando tenga que decirme algo, me trate de usted. Me entendió?

-Dale!

Me cacho.

- CONTINUARÁ -

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domingo, 13 de marzo de 2011

2 - Suricata

Me los encontré en la plaza, como a ocho cuadras del bar.

Venían caminando uno al lado del otro.
Anchoa con las manos en los bolsillos y el pucho en la boca.
Pilín, balanceándose con las piernas abiertas, como paspado, casi sin flexionar las rodillas, los brazos medio separados del cuerpo y las palmas de las manos apuntando hacia atrás, como remando el aire para avanzar.
El primero que me vio fue Anchoa, tal vez porque siempre tiene esa actitud de andar explorando el entorno con todos los sentidos, como hacen esos perros de las praderas que muestran en los documentales (creo que se llaman suricatas, o algo así).
Ví cómo lo codeó al gordo mientras me señalaba con la pera para avisarle de mi presencia. Cuando estuvimos a unos metros de distancia, Pilín se adelantó a saludarme:
-Cómo anda, Dotor!
Tuve la misma reacción que tengo cada vez que lo escucho: me incliné hacia un lado, como tratando de descubrir, detrás de Pilín, al dueño de la voz que había saludado. Es que el gordo tiene una voz que no le corresponde. Aguda y chiquita, como la de un nene de siete años.
Y el gordo no tiene precisamente aspecto infantil: es pelado, con cejas que parecen toldos, ojeras como tatuadas, y barba renegrida. Me hace acordar a los villanos de la películas mudas.
Anchoa, en cambio, no tiene voz. Lo que sale de su garganta es una especie de soplido, como cuando uno cuenta un secreto al oído. Él dice que tiene nódulos en las cuerdas vocales, por la sobreexigencia a la que las somete en la tribuna alentando a Excursionistas, y puteando al árbitro y a los rivales (sospecho que más lo segundo y lo tercero que lo primero, sumado al cigarrillo). Así que para hacerse escuchar en el ruido de la calle, hace un esfuerzo sobrehumano, y los ojos, de por sí bastante saltones, parece que van a salir disparados de su cara:
-Qué dice, tordo!
-Acá ando, pensaba acercarme al bar.
-No volvió desde el despelote del otro día? Preguntó Pilín
-La verdad que no me animé. Ustedes tampoco fueron más?
-No. Estuvimos ocupados con unas cosas del club, sopló Anchoa.-Pero si quiere lo acompañamos.

Tardamos un buen rato en llegar al bar.
Un poco porque últimamente me está doliendo la cintura y ando medio lento, y otro poco porque Pilín, en cuanto quiere apurar un poco el paso, se agita y resopla como un elefante marino. Intercambiamos nada más que un par de frases durante el trayecto, por la disfonía crónica de Anchoa, porque Pilín mientras camina resopla y mientras resopla no puede hablar, y porque yo esa mañana estaba con pocas ganas de conversar, preocupado por cómo me iría en mi retorno al bar.
Cuando llegamos, los invité a los muchachos a tomar una cerveza, pero con la condición de sentarnos en una de las mesas de la vereda, por si se presentara la necesidad de una retirada veloz, pero digna, en caso de que a Orellana le durara todavía la calentura por el incidente del domingo. No es lo mismo pararse y cruzar rápidamente la avenida para refugiarse en la frutería de enfrente, que ser echado a los empujones desde adentro del "establecimiento", como lo denomina pomposamente doña Moderación.
Anchoa y yo nos sentamos en esas sillas de lona azul con la marca de cerveza en el respaldo, de espaldas a la avenida.
Pilín amagó sentarse, pero interrumpió el movimiento y se quedó parado (supongo que habrá hecho un rápido cálculo acerca de la resistencia de la silla de lona). Tosió haciéndose el distraído, y dijo:
-Voy a pedir la cerveza adentro, y de paso campaneo cómo está el ambiente.
Dos mujeres que pasaban por la vereda se inclinaron, una a cada lado del gordo, para ver de dónde venía esa voz de nene.
Vi cómo atravesó ajustado la puerta, que tenía una hoja cerrada, y se fue para el mostrador, donde me pareció ver la silueta de la encargada.
No había ningún cliente adentro, ni en las mesas, ni jugando al pool. Tampoco se lo veía a Orellana. Hoy tendrá franco, pensé.

Enseguida salió del local una chiquilina de no más de veinte años, vestida con remera y pantalón negros, y un delantal largo, también negro.
Tenía el pelo corto, teñido de violeta, y un arito en la nariz. Traía una bandeja con la cerveza y tres vasos. Llevaba la bandeja con las dos manos, delante del cuerpo. No como Orellana, que la cargaba sobre la punta de los cinco dedos de su mano izquierda, casi a la altura del hombro. Entonces pensé que a lo mejor Orellana no estaba de franco. Se me ocurrió que podrían haberlo despedido por lo del domingo, y que ya le habían encontrado remplazante.
-Acá tienen, chicos
-Disculpe señorita, nos podría traer unos maníes?, le pregunté.
-Dale!
No logro acostumbrarme a la informalidad de los mozos y las camareras de ahora, que tutean a todo el mundo, y me irrita que respondan a los pedidos con esa muletilla casi infantil del "Dale!", como si en lugar de haberle solicitado su servicio, uno les hubiera propuesto llevar a cabo una actividad compartida (-Vamos a jugar a la escondida? -Dale!)
Dio media vuelta y volvió a entrar al bar, con la bandeja debajo del brazo.
Ví cómo pasó por el costado de Pilín que estaba acomodando las bolas en la mesa de pool, dejó atrás el mostrador, giró a la derecha, y se metió en la cocina.
Pensé si el cocinero vikingo también estaría de franco, o despedido.

Cuando la camarera desapareció de mi vista, mi atención se desplazó a esa zona difusa que hay en el fondo del local, a la izquierda. Me pareció que algo en ese lugar no tenía el aspecto habitual. Detrás de la mesa de pool estaba, como siempre, la de billar con el paño rajado, utilizada desde hace tiempo para apoyar los packs de gaseosas y algunos cajones de cerveza. Y detrás de la mesa de billar, la escalera de caracol.
Tardé unos segundos en darme cuenta, tal vez porque lo que me sorprendió no era algo que había en el lugar, sino algo que faltaba.
Era la luz. La luz tenue que habitualmente baja por el hueco de la escalera de caracol que está en el fondo del local, y que a veces cambia de color, ahora no estaba. Sólo se veía la escalera, oscura como un árbol incendiado. Desde la mesa de la vereda, no podía darme cuenta si también faltaban el olor a sahumerio y los cánticos hindúes.
Me estiré hacia atrás, y le eché una mirada al balcón del primer piso, con ese cartel que ofrecía Astrología, Psicología, Kabalah, Bioenergética, Meditaciones, Reprogramación, Cristificación, Angeología, Autoconocimiento y Regresiones.
Cada ítem con un tilde a la derecha, como si una vez instalado el cartel, una mano gigante los hubiera ido chequeando uno a uno, y que al darse cuenta que faltaba, hubiera agregado Yoga como arrinconado en el ángulo inferior derecho.

Cuando bajé la vista, me encontré con la mirada penetrante de Anchoa, que con su cara de suricata, y sin dejar de moverse nerviosamente en la silla ni un momento, me había estado observando todo el tiempo.
-A usted también le intriga? me dijo con su soplido.
Abrí la boca para contestarle, cuando apareció Pilín desde adentro, se sirvió cerveza, le hizo una seña con la cabeza a Anchoa invitándolo a comenzar con la partida de pool, se dio vuelta y comenzó a caminar hacia el local, remando el aire con una sola mano, porque en la otra llevaba el vaso de cerveza.
Anchoa se paró, giró su cabecita de suricata a un lado y a otro, como para asegurarse que no había ninguna amenaza en el entorno, sacó del bolsillo de la campera una tarjeta, y la puso boca abajo sobre la mesa.
Esperó que yo la tomara y me acomodara los anteojos.
Di vuelta la tarjeta y pude leer las cuatro líneas:

Choa y Asociados
Investigaciones Globales
Alfredo Naum Choa
Socio Gerente

Levanté la vista, y Anchoa, mientras giraba para seguir a Pilín, y sin dejar de mirar para todos lados, me dijo:

-Después le explico, tordo.

- CONTINUARÁ -

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lunes, 7 de marzo de 2011

1 - No funcionó



Al final, estoy arrepentido de no haber contratado a otro dudador profesional cuando el primero me presentó la renuncia. Claro, de entrada me pareció que el servicio de decididores express iba a ser mucho mejor: con el dudador, uno le pasaba la duda al tipo, que se quedaba dudando, mientras uno decidía lo primero que se le cruzaba por la cabeza. Con los decididores express, pintaba más sencillo y expeditivo: ante la duda, uno llama por teléfono, y los tipos deciden por uno.

Pero se puede complicar.

Resulta que un domingo fui, como todos los domingos a la mañana, a leer el diario en el bar de Lacroze, y cuando se hizo el mediodía pensé en quedarme a almorzar algo.
Así que le hice una seña a Orellana, el mozo, que se vino lento desde el fondo, y casi sin mirarme me dejó la carta sobre la mesa.
Ahí se me ocurrió hacer uso del servicio.

Marqué 0800 333 decisionesexpress, y del otro lado me contestaron:
- Buenos días, mi nombre es Matías, ¿en qué lo puedo ayudar?
El nombre, y el acento cordobés, me resultaron familiares.
-Necesito que me decidan qué puedo pedir para comer, le dije
-Milanesa de ternera con puré de papas, ensalada mixta, y una jarra de tinto de la casa, me disparó, con una seguridad envidiable.
Corté y pensé: ¡A la flauta, esto funciona!
Llamé enseguida a Orellana, y le repetí el pedido como un loro, pero con firmeza, como si la decisión la hubiera tomado yo, sin ayuda externa. El mozo, acostumbrado a que cada vez que agarro la carta tardo una eternidad en decidirme, levantó la ceja derecha, dio media vuelta, y rumbeó para la cocina.

Mientras esperaba la comida, me entretuve viendo como dos de los muchachos de la barra de Excursionistas jugaban al pool por la ficha.
Ese día los que estaban en el bar eran Pilín y Anchoa. Pilín debe pesar como 150 kilos, y cuando agarra las bolas de pool para acomodarlas en el paño, en sus manos parecen pelotitas de ping pong. Anchoa es flaco, nervioso, y fuma sin parar.
En eso reapareció Orellana, y me dijo:
-La mila, salía con puré, no?
Me dejó helado. Yo le había hecho el pedido sin pensar, para eso tengo contratado el servicio, por lo tanto ni me acordaba qué había decidido por mí el tal Matías.
-Aguárdeme un minuto, le dije, y agarré el celular.
Orellana, al que presumo correntino, compacto y taciturno de pelo azabache, me miró con cierta desconfianza, pero enseguida desvió la vista hacia la mesa de pool y dejó de prestarme atención.
La voz que me atendió no era la misma, pero el acento era parecido:
-Buenos días, mi nombre es Ezequiel, ¿En qué lo puedo ayudar?
-Mire, joven, estoy acá en el bar, hace unos minutos hablé con un tal Matías, yo había consultado para que me decidieran qué pedir para com...Ni me dejó terminar la frase:
- Un cuarto de pollo al oreganato (la parte del muslo), con papas a la española, ensalada de zanahoria y huevo duro, y vino blanco con hielo.
Corté y le trasladé de corrido el párrafo que acababa de oír a Orellana, que a medida que iba escuchando, abría los ojos como el dos de oro.
Al correntino, que es de poquísimas palabras, le brotó una frase rápida, casi sin abrir la boca, con ese típico acento gutural de los litoraleños, que suena tan parecido al de los chinos:
-¡Pero Doctor, mire que está marchando todo lo demás, solamente tenía dudas con el puré!
Envalentonado por la seguridad que me daba el respaldo de Decisionesexpress (más los anises que me había tomado durante la mañana en el mostrador, mientras conversaba con doña Moderación, la encargada), le contesté, reconozco que con cierta aspereza:
-¿De qué puré me habla?, me habrá entendido mal. ¡Hágame el favor, tráigame lo que le acabo de pedir!
Orellana me miró fijo con sus ojos achinados, y mientras giraba para dirigirse a la cocina, masculló algo que no alcancé a entender, pero que me sonó a ciento por ciento guaraní, sin ninguna palabra en castellano.

Un poco molesto por el incidente, traté de distraerme observando la escalera de caracol que había al fondo del local, que comunicaba con el primer piso. Bajaba por el hueco una luz tenue, que a veces cambiaba de color, acompañada por un olor a sahumerio que por momentos se imponía sobre la fritanga que salía de la cocina. De vez en cuando, cuando doña Moderación se aburría de escuchar a González Oro y apagaba la radio, también se podía oír cómo se filtraban desde arriba unos cánticos indescifrables, mezclados con una música como hindú, de cítaras y tambores.

Esta vez Orellana me interrumpió como atajándose, pero a la vez inflando el pecho y alzando la cabeza, mientras descorchaba el vino.
Mire…me dice el cocinero que no queda muslo, que si puede ser pechuga…
Sin siquiera contestarle, manoteé el teléfono, y apreté redial.
Otra voz distinta a las dos anteriores. El mismo acento cordobés:
-Buenos días, mi nombre es Emiliano, ¿En qué lo puedo ayudar?
Dándole la espalda al mozo, y cubriendo el celular y mi boca con el hueco de la mano libre, para que no me escuchara, pregunté, casi susurrando:
-¿Qué puedo comer?
-Ravioles al filetto, con estofado y mucho queso rallado, y una copa de moscato.
Me la vi venir, así que me paré lo más firme posible, y le largué el pedido en la cara a Orellana, casi a los gritos.

El correntino dio un paso adelante, y en un solo movimiento tiró la mesa a un costado, cazó por el cuello la botella de blanco antes de que cayera al piso, y me agarró de la solapa con la otra mano.
Por encima de su hombro ví que el cocinero, tan compacto como Orellana pero el doble de alto, se venía desde el fondo blandiendo esa maza de madera que se usa para amansar las milanesas, como un guerrero vikingo en plena batalla.
Al instante, los muchachos de Excursio, que me tienen cierto aprecio porque de vez en cuando les pago una cerveza, se me alinearon a ambos flancos: Anchoa a mi derecha levantando una silla por sobre su cabeza, y el gordo Pilín a mi izquierda, con el taco de pool empuñado como si fuera un bate de beisbol.
La escena quedó congelada por un par de segundos, como en esas películas modernas donde los tipos se quedan duros en el aire en el medio de una patada voladora, y la cámara da vueltas alrededor.
Ese fue el momento que aprovechó doña Moderación para llegar desde el mostrador, hacerle soltar a Orellana la mano de mi solapa, agarrarme amistosamente por el hombro, y empujarme suavemente hacia la vereda, pasando entre Anchoa y Pilín, mientras me decía:
-Doctor, vaya a caminar un rato por el parque, así se tranquiliza, y por unos días trate de tomarse el anicito en otro bar.

Crucé la avenida a las puteadas, y cuando llegué a la vereda de enfrente, vi que en el balcón del primer piso estaba un barbudo con túnica y collares, apoyado en el cartel de la baranda, que se reía solo mientras fumaba. Por las dudas le hice ese gesto con el dedo mayor que hacen los yanquis en las series de televisión.
Un poco más tranquilo, me paré al lado de la frutería que hay enfrente del bar, y llamé al Servicio de Atención al Cliente de la compañía de telefonía celular, para consultar cuánto crédito me quedaba.

Entonces escuché la voz con acento cordobés que me decía:
-Buenos días, mi nombre es Matías, ¿En qué lo puedo ayudar?

Mecachendié.

--- CONTINUARÁ ---

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