"En general, nada es lo que parece" (A. N. Choa)

sábado, 3 de diciembre de 2011

40 - Epílogo


Pasó prácticamente un año.

Desde aquel día no supe nada de Anchoa, ni del resto de los integrantes de Investigaciones Globales. Tampoco de Doña Moderación, Orellana, Candela y Johnatan, y menos aún de Pilín. No tengo muy claro por qué, pero no puedo dejar de pensar en ellos en tiempo presente, como lo hice durante todo este relato. 

En este tiempo me hice parroquiano del local de una estación de servicio. No sé cómo definirlo, porque no es ni un bar, ni una confitería, ni un restaurante. Pero las chicas que lo atienden son bastante amables, me tratan de usted, como corresponde, y el café se deja tomar.

Hoy me animé a volver a la cuadra del bar.

Ahora estoy parado en la vereda de enfrente, para observar el panorama.
Cosme,el frutero, nos acaba de saludar como si nos hubiéramos visto ayer nomás.
El kiosco de diarios sigue tal cual. Tal vez con una mayor oferta de revistas. Se nota porque desde enfrente se ve más colorido que como lo recordaba.
En la otra esquina, junto a la vía del tren, la calesita sigue girando al compás de una cumbia.

El bar ya no está. La puerta celeste tampoco, pero da la impresión de que su color se hubiera derramado sobre toda la fachada de la planta baja, que en lugar de la puerta y la vidriera tiene ahora dos aberturas cuadradas.
En la vereda, en lugar de las mesas con las sillas de lona azul, hay un par de pilas de cajones de plástico, verdes y anaranjados.
El balcón del primer piso deja ver su baranda de hierro, porque desapareció el cartel que anunciaba esos cursos tan extraños.
A través de las aberturas cuadradas, se vislumbran tres hileras de tubos fluorescentes en el techo, y no mucho más.
Sobre las aberturas, y cruzando todo el frente, hay un gran letrero rojo con imágenes de frutas en el fondo, que dice: “Supermercado Jia Yuan”. Tiene un par de ideogramas, y unos números de teléfono, para los envíos a domicilio.

Cruzo la avenida y entro. Camino por el pasillo de la izquierda, entre la góndola del papel higiénico y la de los productos de limpieza, contando mentalmente mis pasos. Ahora me encuentro a la altura del lugar donde había estado la mesa de billar, y me concentro todo lo que puedo. Pero no se escucha ningún ruido de carambolas. Apenas el zumbido del motor de la góndola refrigerada donde se exhiben los productos lácteos, que está a continuación, más o menos en el sitio donde hace un año se erguía la escalera caracol. Y hacia la derecha, en el fondo del local, el espacio donde antes estaba el mostrador con la cocina detrás, ahora está ocupado por la fiambrería, con una china jovencita que hojea aburrida una revista.
En la pared del fondo, entre la góndola de los lácteos y la fiambrería, hay una abertura ancha, a través de la cual unas tiras de plástico transparente que cuelgan de la parte superior del marco, dejan entrever un depósito lleno de estanterías y cajones apilados.

Pareciera que quienes transformaron el bar en un supermercado, compraron o alquilaron en bloque el  local del frente y el del fondo, donde estaba el galpón que albergaba a los postulantes que salían convertidos en decididores.

Según mis cálculos, a unos treinta metros de la puerta de las tiras de plástico, debería estar el ombú. Pero apostaría a que los chinos deben haberlo arrancado de cuajo para poder construir el depósito. Es sabido que son gente muy industriosa y emprendedora, pero poco preocupada por el conservacionismo y el equilibrio ecológico.

Acá adentro, cerca del fondo del local, se siente algo raro. Como una electricidad estática en el aire, que me hace pensar en algún efecto residual del vórtice temporal.

Recuerdo la hipótesis de Anchoa respecto de los decididores, y pienso si finalmente no tendría razón: el domingo pasado arrasó en las elecciones municipales un corrupto inútil procesado por la justicia, que dejó a los analistas políticos de los diarios escribiendo una sarta de pavadas, intentando inútilmente explicarle a los lectores las razones por las cuales sacó semejante cantidad de votos.

No podría afirmar que Decisiones Express haya tenido algo que ver, porque desde que ocurrieron todos aquellos sucesos le di de baja al celular, y por lo tanto nunca más recurrí a sus servicios.

Doy varias vueltas haciendo como que miro la mercadería exhibida, mientras escucho unos villancicos navideños interpretados en chino por una voz femenina bastante afinada que sale por unos parlantes que no alcanzo a ubicar. Me siento vigilado por las camaritas de seguridad que, como en todos los supermercados chinos, están por todas partes.

Ahora estoy parado frente a la  góndola imitación madera de los vinos y licores, y agarro una botella de Hesperidina.

Camino lento hasta la caja, donde un chino de mediana edad pasa por el lector de código de barras unas latas de arvejas que compró el cliente que está delante de mí.

Inmediatamente mi cerebro conecta el bip que emite el aparato con aquel sonido que tanto me había intrigado, y que no había logrado identificar, aquella madrugada en el bar.

Miro hacia la salida, y calculo que la caja está ubicada exactamente en el mismo lugar en el que se encontraba la mesa vacía desde donde parecía salir, un año atrás, el inexplicable pitido.

Me doy cuenta entonces que la teoría del Doctor Pascualini había estado incompleta: los sonidos no solamente podían llegar desde el pasado. También eran capaces de hacerlo desde el futuro. Automáticamente llevo la mano al bolsillo del saco, y ahí está, un poco arrugada, la hoja llena de fórmulas que le sustraje, sin saber bien para qué, aquella tarde en el club. Tal vez deba hacerla ver por alguien que entienda de esas cosas.

El joven chino se demora un poco en cobrarle al cliente, un individuo completamente calvo y de barba candado, que usa unos anteojos modernos de marco blanco y lleva bajo el brazo un libro de Alejandra Pizarnik. Por lo que puedo pescar, están discutiendo por veinticinco centavos. La gente hoy en día no está nada bien.

Me armo de paciencia, y espero que termine el entredicho mientras observo cómo un gato dorado que está en lo alto de la estantería de los desodorantes, justo detrás de la caja, me saluda moviendo sin descanso su brazo izquierdo hacia atrás y hacia adelante.

Cuando finalmente me toca el turno, pago y salgo. Ni bien me alejo un par de pasos, el  chino de la caja dice algo en voz bastante alta.
Desde afuera alguien le contesta, corto y seco, en chino. Al menos así suena.

Al atravesar la puerta hacia la vereda, veo por el rabillo del ojo, al que había respondido desde afuera. Es un chino maduro, compacto y de pelo azabache. Tengo que girar la cabeza y mirarlo con detenimiento para confirmar la primera impresión: está sentado sobre un cajón de gaseosas, y, con la espalda recostada en la pared del frente del supermercado, fuma sin parar. A pesar de que su vestimenta, compuesta por un pantalón de traje, camiseta musculosa y ojotas tiende a confundirme, no me quedan dudas. Es idéntico a Orellana.

Me clava una mirada a través del humo del cigarrillo que me hace bajar la cabeza, y apurar el paso.

Al llegar al cordón, un ruido inconfundible me llega desde abajo, entremezclado con el de los autos que pasan por Lacroze.

Son ranas. Cientos de ranas crepitando, como solamente puede escuchárselas en un charco, en el medio del campo.

Campo abierto, que es lo que debe haber sido este lugar mucho antes del bar que conocí. Antes también de los años dorados del billar del tano Pernoglio. En una fecha previa al almacén y bar de los años veinte. Con anterioridad a la botica que se estableció ni bien fue edificada la casa. En un tiempo en el que el criadero de pollos de aquel inmigrante centroeuropeo ni siquiera era un proyecto aún. Antes de que aquel criollo viajero desapareciera detrás del ombú.

Mucho antes incluso de la época en que el ombú era apenas un pequeño arbusto.

En fin, campo abierto, como debe haber sido este lugar hace quinientos años.

O como volverá a serlo dentro de otros quinientos. Ya no lo puedo saber, porque si algo me quedó claro, es que en general, nada es lo que parece.


Miro para la vereda de enfrente, y ahí está Erec, que se había quedado esperándome sentado a la sombra del toldo de la frutería.

- ¡Venga, que ya nos vamos!
Ahí para las orejas, cruza Lacroze, me mira de reojo con una sonrisa, y arrancamos para el lado de Cabildo.

Este perro se ha convertido en una gran compañía para mí. 

Me parece que lo voy a empezar a tutear.


- FIN -
  

martes, 22 de noviembre de 2011

39 - El Soldado


Crucé el terreno en diagonal, para llegar al pie de la escalera lo más rápido posible, escuchando cómo el roce de mis pasos sobre el pedregullo resonaba en el silencio, que se hacía más opresivo al pasar debajo de la inmensa copa. Alcancé a colarme un par de puestos antes del último de la fila, de manera que quedaban delante de mí unas diez o doce personas. Ahí me percaté de un detalle: a medida que ponían el pie en el primer escalón, sacaban el teléfono celular de sus bolsillos, o de sus carteras, en el caso de las señoritas, y se lo llevaban al oído, sin cambiar en lo más mínimo la extraña expresión sonriente y vacía de sus caras.

Así que, para pasar desapercibido, hice lo mismo que los demás. A medida que subía la escalera, siguiendo el paso de la fila, fui observando el entorno. A nuestra izquierda, el ombú, que visto desde esa perspectiva, a la misma altura de las ramas, sobre las que incluso se posaba algún que otro gorrión, no resultaba tan impresionante.
Al frente, en cambio, y ya en el primer piso, pude ver eso a lo que habían estado dirigiendo la vista los decididores mientras estaban de pie en el terreno. Era una especie de ventanal que se asomaba directamente sobre la copa del ombú, con los vidrios ligeramente inclinados, como se ve en las torres de control de los aeropuertos, o en las garitas de vigilancia de las cárceles. Me sorprendió el hecho de que esa visión trajera a mi mente esos dos ejemplos tan disímiles, pero no pude perder el tiempo en demasiadas reflexiones, porque la fila avanzaba, y  enseguida estuve en la parte alta de la escalera. Justo antes de entrar, me pareció ver, detrás del vidrio, a una figura que me resultó familiar, pero el ángulo de observación y el reflejo del sol me impidieron  identificarla.

Al entrar, la luz diurna del exterior fue reemplazada por esa extraña luminosidad anaranjada que marcaba el final del ciclo de las luces de colores. Estábamos en un gran salón, que, por lo que pude calcular rápidamente, abarcaba toda la superficie del primer piso.  
En ese espacio cerrado, el silencio de la multitud resultaba todavía más abrumador.

Empecé a moverme entre todas esas personas, que seguían de pie e inmóviles, aunque ya no en esa especie de formación militar como cuando estaban debajo de la copa del ombú. Ahora se los veía orientados irregularmente, mirando en distintas direcciones. Aunque lo de mirando era relativo, porque al caminar entre ellos, me di cuenta de que además de la sonrisa forzada, tenían la mirada como apagada, sin vida. Cada uno de ellos con su teléfono celular pegado a la oreja, sin hablar, como esperando.

No me costó ubicarlo entre la multitud. A pesar de que sólo lo había visto aquella tarde en la tribuna de Excursionistas, y un par de veces más jugando al pool con Anchoa en el bar, por su altura, que hacía que su cabeza sobresaliera unos centímetros por encima de los demás, y por los rasgos duros de su cara curtida, era imposible que me confundiera. Ahí estaba el Soldado, de saco sport y camisa blanca, algo más formal que de costumbre, pero con la barba crecida de unos cuantos días. También sostenía un celular en la mano, junto a su oído.

Me ubiqué frente a él, yo también con mi teléfono en la oreja, y lo observé unos segundos. Igual que las personas que nos rodeaban, sonreía falsamente. Pero su mirada era distinta. Tenía brillo, y vida. Me hizo un guiño casi imperceptible, y levantó las cejas, como para hacerme saber que me había reconocido. Entonces me paré del lado del oído que le quedaba libre, y le pregunté, en un susurro:
- ¿Está bien?
- Sí, quédese tranquilo. Esto es muy duro, pero estoy entrenado para resistirlo.

El silencio en ese salón era tal, que a pesar de que apenas musitábamos, nuestras palabras sonaban como si estuviéramos hablando a los gritos. Pero todos los demás, con sus sonrisas, sus miradas perdidas y sus teléfonos pegados al oído, parecían no enterarse de nuestra existencia.

- Si no me equivoco, ahora tendría que venir el último paso de la preparación de los decidid…, empezó a decirme, pero lo interrumpió el sonido de miles de teléfonos llamando al mismo tiempo. Como si fueran engranajes de una sola máquina, todos atendieron sincronizadamente, incluso el Soldado.

Entonces, a pesar de que cada uno tenía su aparato bien pegado al oído, pude escuchar, multiplicado por mil, una serie ininterrumpida de sonidos agudos y chirriantes, muy parecidos a los que hace la línea telefónica cuando está pasando un fax.
Volví a ponerme de frente al Soldado, y lo que vi me estremeció: a medida que esos ruidos (o la información que transportaban), iban penetrando en su cerebro, el brillo de sus ojos se iba apagando, y su mirada se iba vaciando, hasta quedar emparejado con el resto.

Se me hizo un nudo en la garganta. Evidentemente su entrenamiento y sus técnicas de supervivencia no habían sido suficientes.
Mi teléfono, que era un modelo antiguo, de los que solamente servían para hablar y nada más, no había recibido nada de todo ese ruiderío, así que agradecí en ese momento mi resistencia a adoptar las últimas novedades tecnológicas, que esa vez me jugó a favor.

En cuanto esos sonidos pararon, los decididores giraron sobre sus talones, y se ubicaron todos mirando hacia el hueco de una escalera que bajaba hacia el frente del edificio. Me di cuenta inmediatamente que al pie de esa escalera estaba la puerta celeste.
Un segundo después, con el mismo orden y la misma rapidez con que habían subido desde el terreno del ombú, comenzaron a bajar hacia la calle. Y el Soldado mezclado con los demás.

Al ir despejándose el salón, quedó a la vista una puerta sobre la pared del fondo. Me acerqué y tanteé el picaporte. La puerta se abrió suavemente, casi sin que tuviera que empujarla. Lo que vi ahí adentro terminó de confundirme. Era una especie de sala de grabación, llena de consolas con botones y perillas, y tableros de control para luces. Había además un par de recipientes de los que salían tuberías que subían hasta el techo y atravesaban la pared en dirección al salón. Todo ese cuarto estaba impregnado por el aroma a sahumerio que habíamos percibido cada vez que se producía el show de luces y música hindú.
Fumando apoyado en una de las consolas, iluminado a contraluz por el ventanal que tenía a sus espaldas, a través del que se podía ver la parte superior de la copa del ombú, estaba el mismo barbudo de túnica y collares que había visto en el balcón el día del incidente con Orellana. Evidentemente él era la persona que no había podido identificar al verlo desde afuera, justo antes de entrar al salón.

Entonces el tipo, sin darme tiempo a que le preguntara nada, me devolvió con el dedo mayor de la mano derecha en alto el gesto que yo le había hecho aquella vez, al mismo tiempo que hacía un chasquido con los dedos de la izquierda.

Ahí me dí cuenta de que un bulto oscuro que había en el piso al lado del tipo, no era otro que Erec, que ante la señal abandonó su posición de descanso y se paró firme sobre sus cuatro patas, mirándome fijo y mostrando apenas la punta de los colmillos.

Retrocedí sin darme vuelta hasta que estuve nuevamente en el centro del salón. La luz anaranjada se iba atenuando, y todo ahí arriba iba quedando en penumbras. Los últimos decididores ya bajaban por la escalera hacia la puerta celeste, así que volví a ponerme el celular junto a la oreja, y me sumé al grupo.

En cuanto salimos a la vereda, los teléfonos comenzaron a sonar,  y ellos a atender, con esa sonrisa en la cara. Era la misma escena que había observado desde afuera, pero ahora la estaba viviendo entreverado entre ellos.

Unos metros más adelante, iba el Soldado. Casi sin esperanzas, saqué del bolsillo la servilleta con el pedido de ayuda que me había llegado adentro del sándwich de crudo y manteca, y apuré el paso para poder  mostrársela y que me dijera si esa era su letra.
Lo alcancé en la esquina de Amenábar, al lado del kiosco de diarios. Me le puse a la par, y sin decirle nada, le planté la servilleta delante de sus ojos vacíos.
Como si el papel, y hasta yo mismo, fuéramos transparentes, siguió caminando sin inmutarse. Ya no era el Soldado. Era un decididor más. En ese momento le entró una llamada, y dijo:
- Buenos días, mi nombre es Brian ¿En qué lo puedo ayudar?
No quise oír más.

Él siguió rumbo a Cabildo, atendiendo a su cliente. Yo giré a la izquierda y crucé Lacroze casi corriendo. En parte porque quería alejarme cuanto antes de toda aquella locura, y sobre todo porque el perro, que me había seguido, ya me estaba pisando los talones.  

- EL PRÓXIMO DOMINGO, ÚLTIMO CAPÍTULO - 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

38 - Despedida


- Eso fue lo que pensé al principio, pero cuando entré al club empecé a sospechar otra cosa.
- ¿Por qué, Pilín? ¡Cuénteme!

Mientras tanto, ahí, abajo del ombú, la multitud seguía quieta, con las cabezas ligeramente inclinadas hacia arriba y sonriendo en absoluto silencio. De manera que el gordo y yo seguíamos hablando en voz muy baja, casi en un susurro, como si tuviéramos miedo de despabilarlos. Él, apoyando su espalda en la pared, y con los ojos cerrados. Yo, a su izquierda, tratando de seguir su relato.

- Resulta que a medida que me iba cruzando con los pibes, me di cuenta de que pasaba algo raro. Estaban todos contentos, pero a mí me miraban raro, como con bronca. Hasta que llegué al bufet. Ahí estaba el Yilé, el jefe de la barra, leyendo el diario. Así que me animé, y le pregunté cómo habíamos salido.
- ¿Y?
- No me olvido más, Dotor. Me dijo: “Uno a uno, gordo. Íbamos ganando desde los dos minutos del primer tiempo,  y los hijos de puta nos empataron a los treinta y siete del segundo. Fueron ocho minutos de terror, pero lo aguantamos ¡Ascendimos! ¡Estamos en la B! Ahora, vos: ¿Me querés decir dónde carajo te metiste?”. Y yo le expliqué lo del bar, y que me parecía que me había quedado dormido porque nos habíamos tomado unas cervezas de más.
- ¿Y qué le contestó ese muchacho?
-  Me dijo: ¡Quince días te dormiste, gordo! ¡Flor de pedo tendrías!
- ¿Quince días?
- Tal cual, Dotor. Yo no entendía nada, pero le pedí el diario al Yilé, y miré la fecha. Era así, nomás. Y en la parte de deportes ya ni hablaban del partido.
- ¿Y usted qué hizo, entonces?
- Y, nada, Dotor. Qué iba a hacer. Me hice el boludo, le cambié de tema.

Evidentemente la mención que acababa de hacer el gordo acerca de ese tal Yilé que era el jefe de la barrabrava en el 94, confirmaba la historia que me había contado Anchoa, acerca de que él y su troupe de investigadores habían ido cooptando a la hinchada hasta quedarse con la conducción. No quise indagar cómo había sido desplazado Yilé, pero me imaginaba que no habría sido en una amable y civilizada asamblea de hinchas, precisamente. De todos modos, no quise avanzar por ese lado, para no deschavar al detective, que lo había tenido engañado al gordo desde quién sabe cuándo.

En ese momento, un sonido nos distrajo. Era el rozar de miles de suelas contra el piso, que en toda la superficie del terreno debajo del ombú, estaba formado por un pedregullo fino, como hay en los senderos de algunas plazas.
Sin abrir los ojos, Pilín  me preguntó casi en un susurro:
- ¿Qué están haciendo ahora?
- Es extraño. Giraron todos a la vez y se quedaron mirando para la izquierda, hacia una escalera que hay pegada a la medianera, que pareciera que va hasta el primer piso.
- Bueno, entonces tengo unos minutos más para terminar de contarle.

Esa última frase de Pilín me hizo sospechar que el muchacho de alguna manera conocía cómo se iban sucediendo las distintas etapas en la formación de los decididores, que a esa altura no había dudas que eso eran esos miles de chicas y muchachos que en ese momento estaban de perfil, firmes, como un pequeño ejército mudo bajo el ombú. Así que le seguí la corriente al gordo:

- Cuente tranquilo. Yo le aviso si hay algún cambio.
- Bueno, resulta que con el tiempo los pibes se fueron olvidando del asunto, pero a mí nunca se me fue el entripado. ¡Cómo me voy a perder el partido donde Excursio consiguió el ascenso, Dotor!
- Y, la verdad que debe haber sido fulero, Pilín. Máxime que Anchoa me contó que usted lleva el verde y blanco en el corazón desde muy purrete.
- Sí, Dotor. Sobre todo porque al año siguiente volvimos a descender, y desde entonces la venimos peleando en la C. La cosa es que hace un par de años, justamente, aparecieron por el club Anchoa y los otros cuatro. Enseguida me avivé que ni ahí eran hinchas de Excursio, y que andaban investigando algo que tenía que ver con lo que me había pasado a mí ese día del uno a uno con Liniers, así que me les pegué como una estampilla, para ver si descubrían algo.
- Mecachendié, nada es lo que parece…
- ¿Cómo dijo, Dotor?
- No, nada, Pilín.
- Y bueno, con la excusa de hacerles los chori, me quedaba boludeando en las reuniones que hacían en el cuartito del club, y paraba la oreja. Ya le dije. Como dos años me la pasé haciéndome el gil.
- ¿Entonces usted sabe desde un principio que Anchoa y los otros muchachos…
- …son investigadores. Por supuesto, Dotor. Seré gordo y de voz finita, pero no soy boludo.
- Y entonces, ¿cómo siguió la historia?
- Bueno, igual que usted, me fui enterando de que la clave del asunto está en el ombú, y que el día ese que anduve dando vueltas en pedo alrededor del árbol, me mandé un viaje en el tiempo. Así que como no me puedo morir sin ver ascender a Excursio a la B, tengo que volver a aquel día. Para eso tengo que dar la vuelta al revés, no sé si me entiende.

El silencio se interrumpió nuevamente con ese sonido de suelas raspando el pedregullo del piso.
- ¿Y ahora, qué pasa?
- Empezaron a caminar hacia la escalera.
- Me queda poco tiempo. Le termino de contar.

El resto del relato de Pilín tuvo como música de fondo ese ruido apagado y áspero de miles de pequeños pasos sincronizados avanzando hacia la escalera que teníamos a nuestra izquierda, adosada a la medianera. Era realmente notable cómo esa enorme cantidad de gente se movía en forma ordenada y rápida, sin atropellarse, a pesar de que la escalera, cuyo ancho sólo permitía que subieran de a uno en fondo, le provocaba un importante cuello de botella a ese flujo humano.
- La cosa, Dotor, es que para cuando me avivé que tenía que volver acá para dar la vuelta al ombú, ya habían clausurado la puerta de metal, y la habían tapado con unos cajones. Así que hoy me decidí, y me vine temprano para el bar. Me senté en una de las mesas que están cerca del mostrador, y me tomé un café con leche mientras esperaba que empezara el asunto ese de las luces, y la música
-¿Y?
- Y bueno, en el momento que la piba, el rolinga, la gorda de la caja y el rubio de la cocina quedaron todos duros mirando el techo, saqué la pinza ésta que me había traído en la mochila, tiré los cajones a la mierda, y rompí el candado. Y acá estoy ¿Ya subieron todos?
- Van quedando unos pocos abajo. Están al pie de la escalera.
- Bueno, ya me voy entonces. Deséeme suerte, Dotor.

Entonces abrió los ojos, parpadeó un par de veces, despegó su enorme corpachón de la pared, y se alejó resoplando, caminando hacia el ombú con las piernas separadas, remando el aire con las palmas de las manos hacia atrás. Al observar la dificultad con la que se desplazaba, no me animé a mencionarle mi teoría acerca de que cuanto más lejos quisiera uno viajar en el tiempo, con más velocidad debería dar la vuelta. Me imaginé que no iba a poder retroceder más que unos pocos días, como mucho, pero no quise quitarle la ilusión. Si no tuviera los achaques propios de mi edad, hasta lo hubiera acompañado, y hubiera intentado rodear el ombú aún más rápido que él, para poder retomar cierto asunto con una señorita, que quedó trunco hace unas cuantas décadas.

Cuando estaba a mitad de camino, recordé algo, y le grité:
- ¡Pilín! ¡Pero el Doctor Pascualini dijo que según sus cálculos, la masa corporal que llegó desde el pasado, corresponde a dos personas! ¿Quién es el otro, entonces?

El gordo se paró en seco, giró torpemente sus 150 kilos, y se quedó unos segundos mirándome fijo a los ojos, para después volver a darme la espalda y retomar su camino, hasta desaparecer de mi vista, detrás del enorme tronco.

Creo que me puse colorado.

- CONTINUARÁ -

jueves, 10 de noviembre de 2011

37 - Ascenso



Corté y miré mi reloj. Era justo la hora. Esperé unos segundos, y ví como empezaban a filtrarse las luces de color por las persianas del primer piso y por los vidrios de la puerta celeste.

Crucé la avenida, y cuando estuve frente a la entrada del bar, comprobé que también se escuchaba esa música extraña, y hasta llegaba a la vereda, aunque atenuado, el aroma a sahumerio que completaba el show auditivo lumínico olfativo, como lo llamaba Anchoa.

Me quedé parado entre las mesas de la vereda, y se me ocurrió sacar el celular y simular que estaba hablando con alguien, para poder, mientras tanto, observar sin que nadie sospechara. Nuevamente me sentí entre orgulloso porque se me había ocurrido esa triquiñuela propia de un detective, y estúpido por seguir metiéndome cada vez más en un asunto que seguía sin saber bien qué era, como me lo había advertido Johnatan.

Después de unos minutos, las luces, que igual que las veces anteriores venían alternando entre el naranja, el azul y el verde, comenzaron a cambiar más lentamente, hasta que se detuvieron, y una tonalidad anaranjada tiñó todo el local.
Ese era el momento que yo estaba esperando para hacer lo que me venía dando vueltas en la cabeza desde hacía varios días.

Entonces entré, decidido a averiguar de una buena vez qué caracho pasaba en el primer piso.

Crucé rápido todo el local, pasando entre Candela, Doña Moderación y Johnatan, que tal cual lo habíamos observado anteriormente, habían quedado como suspendidos en el tiempo, cada uno en la posición en la que lo había sorprendido el final del ciclo de las luces, todos mirando como hipnotizados a un mismo punto del cielorraso. Por lo que pude ver a la pasada, a Svebor, en la cocina, le estaba ocurriendo lo mismo.

Me dirigí directamente hacia la escalera caracol, pero en el momento en que me tomé de la baranda y puse un pie en el primer escalón, me llamó la atención una claridad proveniente del fondo del pasillo que hay entre el baño y la entrada a la cocina. Hasta donde yo recordaba, ese pasillo terminaba en una pared, tapada, eso sí, por una pila de cajones. Pero en ese momento me percaté de que los cajones estaban tirados desordenadamente a un costado, y había quedado al descubierto una puerta de metal, que estaba entreabierta.
Me acerqué lentamente, y comprobé que la puerta evidentemente había estado cerrada mediante un candado, que ahora colgaba, roto, de una pestaña en el marco.

Empujé despacio para poder pasar del otro lado, di un par de pasos al frente, y lo que vi me dejó paralizado.

El ombú, efectivamente existe.
Está a unos treinta metros de la puerta que acababa de trasponer, y es gigantesco. Mucho más grande de lo que parecía en la imagen que Anchoa me había mostrado en su computadora.
El tronco está enraizado en el centro de un terreno más o menos cuadrangular al que la copa, cuyo diámetro no fui capaz de calcular, cubre casi por completo.

Pero el impacto de verificar la existencia del ombú, y sus dimensiones colosales, no fue nada en comparación con lo que me provocó observar lo que había a la sombra de aquella copa.

Eran miles de personas jóvenes, chicas y muchachos de pie, apiñados hombro con hombro, en absoluto silencio, con una sonrisa estampada en la cara, y la mirada fija en un punto que, por la inclinación de sus cabezas, supuse que estaría ubicado a la altura del primer piso, justo detrás de mí.
No pude darme vuelta para observar qué era lo que miraban, porque la escena en su conjunto me provocó un vacío en el estómago, una especie de vértigo. En ese momento escuché, a mi derecha, el sonido de una respiración agitada. Giré la cabeza hacia ese lado, y vi entonces a la última persona que se me hubiera ocurrido que podría encontrar en ese lugar.

Ahí estaba Pilín, con su enorme espalda apoyada contra la pared, un par de pasos hacia la derecha de la puerta, con los ojos cerrados, transpirado, y resoplando como un búfalo.
De su mano izquierda colgaba una de esas pinzas que se usan para cortar metal.

Me repuse como pude de la sorpresa, y le pregunté, en voz muy baja, porque el silencio realmente apabullaba.
- ¿Me puede decir qué caracho está haciendo acá? Anchoa y sus compañeros de la barra brava están como locos buscándolo por el barrio. Creen que está secuestrado.
Tomó una bocanada de aire, y me respondió, agitado:
- Ya lo sé. Yo inventé la historia esa de que nos estaban por atacar los de Cambaceres, para que se fueran para el Club.
- Mecachendié.
- Y lo de que estoy secuestrado no es del todo una mentira.
- No entiendo. ¿Quién lo secuestró?
- El tiempo, Dotor. El tiempo.
- Explíquese, por favor.

Aparentemente estaba experimentando la misma sensación de vértigo que yo, porque sin abrir los ojos ni despegarse de la pared, que parecía proveerle alguna especie de contención, se largó a hablar. Su voz infantil sonaba más rara que de costumbre, porque además apenas susurraba, como si no quisiera romper el trance hipnótico que aparentemente afectaba a la multitud bajo el ombú.
- Resulta que en el  94 Excursio jugó el octogonal para subir a la B, y en la última fecha nos tocaba contra Liniers. Con empatar alcanzaba. ¡Imagínese, Dotor. Veníamos de una sequía de 22 años!
- Me imagino, Pilín.
- Esa tarde, antes de ir para la cancha, nos juntamos con los pibes de la hinchada acá adelante, en el bar, y nos pusimos a festejar por anticipado. Y birrita va, birrita viene, la verdad es que me agarré una mamúa bárbara.

Había algo distinto en el gordo. Su manera de expresarse me sonaba como más elaborada que de costumbre. Por lo menos, construía largas frases y era capaz de hilvanar un relato, habilidad que hasta ese momento era para mí desconocida en él.
-¿Y entonces?
- Encima, con tanta cerveza que tomé, me agarraron ganas de pishar. Así que me vine para el baño, pero estaba tan mareado que le erré a la puerta, y vine a parar acá mismo, donde estamos ahora.
- Lo sigo, Pilín.
- Bueno, no me acuerdo bien, pero me parece que me puse a caminar alrededor del árbol.
- ¿Y?
- La cosa es que cuando me orienté de nuevo y pude volver al bar, los pibes ya no estaban. Entonces me fui de raje para el club, puteando porque no me habían esperado.
- La pucha, Pilín. Ya me imagino como sigue
- No sé qué se imaginará usted, pero le cuento lo que pasó. Cuando me iba acercando a Pampa y Miñones, me pareció raro que no se escuchaban los cantitos de las hinchadas. Y cuando llegué a la puerta, casi me muero.
- ¿Por qué?

Empapado en sudor, tembloroso, agitado y con los ojos aún cerrados, me contestó susurrando con su voz de nene:
- ¡No se estaba jugando ningún partido, Dotor!


- CONTINUARÁ -

domingo, 6 de noviembre de 2011

36 - Conclusiones


La camioneta dobló en Echeverría, y se dirigió hacia Libertador. Para abrirse paso en el tránsito, que a esa hora y en esa esquina, suele ser francamente edemoniado, el Topo comenzó a tocar enloquecidamente la bocina, como si fuera una sirena. Y como para reforzar, Pascua sacó el brazo por la ventanilla y se puso a agitar un pañuelo, mientras en la caja Fusa se hacía el descompuesto y Popote lo apantallaba, en una acabada muestra de la variedad de recursos que maneja esta gente de Investigaciones Globales a la hora de enfrentarse con situaciones inesperadas.

Lo cierto es que si algo me faltaba para terminar de hacerme un embrollo, era la revelación de Anchoa acerca de los oscuros propósitos que se ocultaban tras la fachada aparentemente inocente de Decisiones Express.

Entonces, se me ocurrió hacer una especie de ejercicio mental. Pensé que si en lugar de dispersarme tratando de determinar la veracidad de los datos que me habían venido aportando el detective y sus socios, aceptaba esa información como cierta sin más ni más, independientemente de lo disparatada que me pareciera, tal vez podría avanzar en algún tipo de razonamiento lógico que relacionara esos datos entre sí, y a su vez los conectara con los fenómenos reales y concretos que habíamos estando observando.

En primer lugar, había algo que no me cerraba del todo, y era por qué razón aquel  paisano de principios del siglo XIX que había llegado a nuestros días accidentalmente tras dar una vuelta al ombú en busca de privacidad para aliviar sus intestinos (y que según mi sospecha era Orellana, el mozo correntino), no había tenido la idea, más bien simple, de hacer el camino inverso alrededor del árbol, y así regresar sano y salvo a su época.

Distinto sería el caso de Svebor, el cocinero, a quien el viaje en el tiempo lo habría puesto a salvo de la persecución de la autoridad, porque siendo propietario del criadero de pollos en la época de Rosas, había fileteado a un mulato por una cuestión de polleras. Ese sí que no tendría ningún interés en regresar a su tiempo.

Aunque pensándolo bien, a Orellana lo habíamos observado dos veces salir del bar como a escondidas con su bolsito bajo el brazo, en dirección a la esquina de la calesita, y ahí lo habíamos perdido de vista. ¡Ese era el comienzo del recorrido en sentido antihorario alrededor de la manzana (y por lo tanto alrededor del ombú, que está casi en el centro), que tal cual yo mismo había podido comprobar, llevado por Anchoa, lo devolvía a uno al punto temporal departida!

¿Sería que el correntino estaba intentando volver al mil ochocientos y pico para retomar su viaje inconcluso al litoral? Pero lo habíamos visto no una, sino dos veces dirigiéndose a la esquina de la calesita. Por lo tanto, o bien en el primer intento no lo había logrado, o había vuelto al presente a buscar algo que se había olvidado, o a terminar algún asunto inconcluso.

Ese pensamiento en relación a las supuestas idas y vueltas de Orellana en el tiempo, me disparó una pregunta: ¿Cómo podía ser que con una vuelta al ombú el correntino se hubiera adelantado más de doscientos años, y yo, en cambio, nada más que siete horas?

Pero también me surgió una respuesta, en este caso a mi suposición con respecto a que Johnatan podía ser uno de los dos que había venido del pasado. Recordé que mi idea se fundaba en la inexplicable afición de ese chico por el tango, lo que me había hecho sospechar que podría haber sido uno de los muchachos que se juntaban a jugar al billar en el bar en la época de Pernoglio. Pero claro, tanto a principios del siglo XIX como unas décadas más tarde, en la época de Rosas, la zona aledaña al ombú estaría prácticamente libre de edificaciones, y por lo tanto les debe haber resultado muy sencillo, tanto a Orellana como a Svebor, dar la vuelta completa alrededor del árbol y salir disparados al futuro, es decir a nuestra época actual. En cambio, en la década del cincuenta, cuando el bar era un reducto de jóvenes tangueros, ya la manzana estaba totalmente edificada, y lo más importante, ya corría el ferrocarril,  que hacía que la cuadra de  Amenábar justo atrás del bar, quedara interrumpida por el alambrado que yo había atravesado siguiendo a Erec. Por lo tanto, ya en esa época era muy improbable que alguien diera una vuelta completa a la manzana.

Ahora bien, al pensar que el correntino y el croata (o lo que fueran en realidad, porque cuando emprendieron su viaje alrededor del ombú posiblemente no existieran ni la provincia de Corrientes ni la República de Croacia) habían llegado ambos a un mismo punto del presente, partiendo de épocas separadas por al menos cincuenta o sesenta años, se me volvió a generar la duda acerca de cómo caracho funcionaría esa especie de máquina vegetal del tiempo.

La única explicación que se me ocurrió fue que tal vez de acuerdo a la mayor o menor velocidad con la que uno completara el giro, más lejos o más cerca en el futuro iría uno a parar.

¡Y entonces me imaginé a Orellana dando la vuelta a los piques, aflojándose el chiripá para no desgraciarse encima, con lo cual se mandó un viaje como de doscientos diez años! ¡En cambio, para la época del criadero de Svebor, por más que el rubio estuviera escapando de la mazorca, seguramente ya habría alrededor del ombú algunas estructuras del criadero de pollos, algún tapial que saltar, tal vez, lo  que le habrá hecho más complicado el circuito, de manera que su avance en el tiempo fue unos cincuenta o sesenta años menor! ¡Y de esa manera, bingo! ¡Ambos llegaron al mismo punto temporal, es decir, nuestro presente! ¡Y en mi caso, entre mis achaques que no me permiten desarrollar grandes velocidades, y el hecho de que además de que la vuelta que tuve que dar había sido de por lo menos cuatrocientos metros, estuvo el tiempo que perdí observando el portón del fondo, y lo que me costó atravesar el agujero en el alambrado, y después llegar hasta la calesita, esquivando latas y linyeras, obtuve una míseras siete horas de adelanto en el tiempo!   

¡Y por último, tanto para Orellana como para Svebor había resultado relativamente fácil llegar hasta el presente, por lo despejado que tenían el terreno alrededor del ombú, pero justamente, como llegaron a una época en la que ya estaba construída toda la manzana alrededor del árbol, aún suponiendo que se hubieran avivado que dando la vuelta en sentido inverso podían volver hacia el pasado, el tiempo que tardarían en hacer ese giro solamente les permitiría retroceder algunas horas, con lo cual prácticamente estaban condenados a quedarse en nuestra época! A menos que tuvieran acceso al terreno justo detrás del bar, donde está el ombú. Porque por supuesto que me acordaba perfectamente que Anchoa me había dicho que El Soldado, antes de incomunicarse, había mencionado que pudo ver al correntino en el galpón del fondo, mezclado entre la multitud de aspirantes a decididores

En ese punto de mis elucubraciones, me percaté de que estaba agitado, y con palpitaciones. Seguramente era en parte porque las conclusiones a las que había arribado encajaban  perfectamente, pero también porque sin darme cuenta había estado caminando todo el tiempo, cada vez más rápido. Y por supuesto, mis pasos me habían devuelto frente al bar.

Observé con cierta melancolía el frente del establecimiento, con sus mesas y sus sillas de lona azul en la vereda, y me asaltó un estúpido sentimiento. Quise que Anchoa hubiera estado ahí conmigo, para poder transmitirle mis descubrimientos, y que se sintiera orgulloso de mí.

Justo en ese momento sonó mi celular. Al atenderlo, del otro lado sonó el soplido del detective, casi tan agitado como estaba yo, que me dijo:
- ¡Tordo! ¡Pascua me explicó, cuando llegamos al club, que el tema del torbellino temporal alrededor del ombú se está inestabilizando!
- ¿Y eso que significa? Le pregunté, mientras pensaba en qué momento le había pasado mi número.
- ¡Que en cualquier momento se detiene! ¡Le aviso para que no se le ocurra hacer nada raro!
- Quédese tranquilo. ¿Y por ahí? ¿Qué pasó con los de Cambaceres?
- Estamos preocupados, Doc. Las banderas están en el depósito. Nadie las tocó. Pero a Pilín no lo encontramos por ninguna parte. Ahora nos estamos subiendo de nuevo a la camioneta para ver si lo encontramos por el barrio. No sea cosa que esos turros lo hayan secuestrado, al gordo. Son capaces de cualquier cosa.
- Bueno, Anchoa. Ustedes ocúpense de ese pobre muchacho, que yo me quedo acá, observando qué pasa en el bar, desde la vereda de enfrente.

Le estaba mintiendo descaradamente.

- CONTINUARÁ -

domingo, 30 de octubre de 2011

35 - Decididores


- ¿Usted dice que todos esos que salen hablando por celular con cara de salame son decididores?
- Efectivamente.
- ¿O sea que Decisiones Express tiene sus oficinas, o su colcenter, como se dice ahora, ahí arriba del bar?
- No precisamente, Doc. Digamos que ahí se forman. Pero creemos que no hay un call center físicamente constituído. Los decididores trabajan sin horario fijo, y sin tener que estar encerrados en un cubículo oscuro. Hay que reconocer que el aviso que se difundió por las redes sociales no mentía.
- A ver si entendí. Usted dice que alguien se avivó de que el desparramo que se arma con el transcurrir del tiempo en la zona cercana al ombú provoca además efectos en la mente de las personas que están cerca del susodicho vegetal.
 - Tal cual.
- Y que esos efectos consisten en una especie de fuerte hipnosis que permite introducir en la mente de esa gente lo que a uno se le ocurra
- Así es, Tordo. Siga que va bien.
- No, Anchoa. No sigo, porque acá se me plantea una duda.

Me dedicó una de sus miradas de suricata, como si supiera lo que le iba a preguntar, y mientras sonreía torciendo la boca para el lado del cual le colgaba el pucho, me preguntó socarrón:
- ¿Cuál duda, mi estimado?
- Si el servicio que tienen que brindar los decididores de Decisiones Express es tan sencillo como ayudarle a uno precisamente a decidirse en las pequeñas cosas cotidianas de la vida, como lo hicieron cuando los consulté sobre lo que podía pedir para comer aquella vez, ¿Qué necesidad hay de lavarle el cerebro a esa pobre gente, digo yo?

Completó la sonrisa estirando la otra comisura, y con un brillo en los ojos me contestó:
- Doc, usted a veces me emociona. Está adquiriendo una capacidad de análisis y por qué no decirlo, una intuición investigativa, con  las que tranquilamente podría ser un miembro estable del staff de Investigaciones Globales.

Creo que me sonrojé cuando escuché esas palabras de Anchoa, pero traté de disimularlo.
- ¡Vamos, hombre! No se me haga el zalamero, y acláreme la duda, hágame el favor.
- Está bien, pero usted no se me haga el modesto. La conclusión a la que hemos arribado en base a los datos que hemos recolectado hasta el día de hoy, es que Decisiones Express es una pantalla que oculta algo mucho más pesado que una simple asesoría en materia de pequeñas decisiones cotidianas basada en la telefonía celular.
- ¡A la pucha! Dije, mientras sacaba el teléfono celular del bolsillo del saco, y lo miraba con aprensión, como si estuviera sosteniendo una granada de mano a punto de estallar.
- Tranquilícese, Tordo, y déjeme que le siga explicando
- Lo estoy escuchando, Anchoa.
- Habrá notado que cada vez nos estamos haciendo más dependientes de ese aparatito que usted tiene en la mano en este momento, no?
- Tiene razón. Yo me resistí durante mucho tiempo, pero la verdad es que si uno necesita hacer un llamado mientras anda por la calle, no queda otra que tener uno, porque ya prácticamente no quedan teléfonos públicos.
- Es como usted dice, Doc. Además, progresivamente vamos delegando en el celular actividades que antes resolvíamos mediante el uso de nuestras capacidades mentales.
- Me perdí otra vez.
- No es tan difícil. Fíjese que estos aparatos vienen cada vez con más funciones. Y una de las más básicas es un directorio que puede almacenar cientos de números telefónicos.
- Tal cual. Yo tengo algunos grabados.
- Bueno, la mayoría de la gente ya no recuerda ni el número de su propia casa. Simplemente busca “casa” u “oficina” o “taller mecánico” en el directorio, aprieta el botoncito verde para llamar, y listo.
- Exactamente. Es lo que yo hago. Pero no entiendo la relación con los decididores.
- Fácil, Doc. Así como uno se acostumbra a la comodidad de llamar a cualquiera de sus contactos sin tener que esforzarse en recordar el número, quien está detrás de Decisiones Express busca, de a poco, con sutileza, hacernos a todos dependientes de su servicio. Ya comprobó usted que ante la duda, es mucho más sencillo llamarlos y que ellos decidan por uno.
- Sí, todo muy bonito. Pero esa vez que lo intenté, lo único que conseguí fue que Doña Moderación me sacara de un brazo de adentro del bar para salvarme de que Orellana y el cocinero me molieran a palos.
- Bueno, Tordo, tampoco me subestime a mí ni a Pilín, que estuvimos ahí para hacerle el aguante. Pero no nos desviemos del meollo de la cuestión, que veníamos bien
- No es que me quiera apartar del tema. Es que usted me recordó el incidente. Y la verdad es que el servicio a mí me funcionó bastante mal. Las tres o cuatro veces que llamé para que me dijeran qué pedir para almorzar, me atendió una persona diferente, y cada uno me indicó un menú distinto. Por eso Orellana se calentó y pasó todo lo que usted ya sabe.
- Lo entiendo. Creemos que están perfeccionando el sistema, para que una vez que lo atiende un operador, sus siguientes llamadas sean derivadas siempre al mismo. Con la tecnología actual es bastante sencillo. Pero lo que nos importa es que estamos convencidos de que, como le venía explicando, el servicio que le brindaron a usted y a tanta otra gente que los llama a toda hora, es nada más que un señuelo, un anzuelo, como decirle…
- ¡Una engañapichanga!
- Si quiere decirlo en castellano antiguo, está bien: una engañapichanga. La idea es que llegue un momento en el que así como ya no usamos la memoria para marcar un número, dejemos de usar nuestra propia voluntad para tomar decisiones, desde las más insignificantes hasta las más trascendentales. Para eso va a estar Decisiones Express.
- Suena siniestro
- Lo es, mi estimado Doc. Lo es.

En ese momento  frenó junto al cordón de la vereda una camioneta bastante destartalada. El que iba al volante era el Licenciado Topolovsky, y a su lado, el Doctor Pascualini. En la caja, Fusa y Popote. Arriba de ese móvil estaba Investigaciones Globales en pleno. Menos el Soldado, claro, que seguía desaparecido. Pascua se asomó por la ventanilla y gritó:

- ¡Anchoa! ¡Vamos rápido para el Club, que llamó Pilín avisando que quieren entrar los de Cambaceres para afanarnos los trapos!

Fusa le tendió una mano, y el detective Choa  trepó de un salto a la caja con su agilidad de suricata.
Desde ahí arriba me dijo, mientras la camioneta se ponía nuevamente en marcha:

- ¡Imagínese a esa organización funcionando a pleno en un día de elecciones!



- CONTINUARÁ -

domingo, 23 de octubre de 2011

34 - Trámites


- Acá está el cafecito. Disculpame que demoró un poco, pero la máquina express se había trabado, y con  la abue tuvimos que...
- Está bien, Señorita. No importa
La interrupción de Candela me vino como anillo al dedo. Me tomé el café de un trago, sin problema alguno, porque estaba bastante frío, y le dije a Anchoa que acababa de recordar que tenía que hacer un trámite en el banco.
El detective me miró entrecerrando sus ojos de suricata, y con cara de no creerme, me dijo:
- Vaya nomás, Tordo, que no se le haga tarde. Yo pago el café.

En realidad, lo que yo quería, a esa altura de los acontecimientos, era quedarme un rato a solas para tratar de ordenar toda la información que venía recogiendo, casi a  mi pesar, desde que me había empezado a relacionar con el detective Alfredo Naum Choa y sus colaboradores de Investigaciones Globales.

Así que encaré para el lado de Cabildo, para que fuera más creíble mi excusa, ya que en la avenida hay varias sucursales bancarias.

Como tenía en la cabeza más bien una mescolanza, traté de clasificar los disparates que me habían estado contando, y mis propias experiencias de esos últimos días, para poder analizarlos por separado, a ver si así se me clarificaba un poco el panorama.

Por un lado, estaba Orellana, que tras el incidente provocado por los decididores de Decisiones Express, había dejado de trabajar en el bar, aunque en dos oportunidades lo habíamos visto retirarse como a escondidas, las dos veces justo después de que terminaba de salir la multitud por la puerta celeste.

Ahora bien. Este asunto con el correntino, que a mí en principio me había parecido de lo más misterioso, había pasado a un segundo plano a partir del momento en que comencé a involucrarme en la investigación de Anchoa y su equipo. Porque, además de esa gente tan rara que vimos salir por la puerta celeste, todos hablando por celular, siempre al concluir esa combinación de luces, música extraña y aroma a sahumerio que se derramaba por el bar, por las ventanas del instituto del primer piso, y también por el portón de Amenábar, estaba la extraña actitud que Doña Moderación, Candela, Johnatan y Svebor adoptaban cada vez que se desataba el show de  fenómenos auditivo-olfativo-lumínicos, como lo llamaba Anchoa.

Pero además no podía olvidarme del pedido de ayuda que me había llegado adentro del sándwich de crudo y manteca, que, como bien había deducido el detective, podría provenir de cualquiera de los que trabajaban en el bar.  

Y por si fueran pocos misterios, había que agregar el trastorno en el tiempo, que, independientemente de las teorías disparatadas del Doctor Pascualini, yo mismo había podido experimentar cuando tuve la ocurrencia de seguirlo a Erec y completar una vuelta a la manzana del bar.  

Y ahí era precisamente donde se me generaban las mayores dudas. Porque si bien era verdad que con ese giro completo en sentido horario alrededor de la manzana se me había adelantado el tiempo siete horas, desfasaje que Anchoa me ayudó a corregir llevándome a dar otra vuelta, pero en sentido inverso, no recordaba haber vuelto a tomarme la Hesperidina por segunda vez, como hubiera correspondido. Algo fallaba.

Ahora bien: el agregado de la investigación histórica del Licenciado Topolovsky le aportaba algo de veracidad al asunto, porque, si era cierto que como supuestamente había descubierto Pascua, se producía en el pasado ese torbellino que hacía que salieran disparados hacia el presente desde sonidos hasta personas (dos, más precisamente), había una gran coincidencia entre aquel inmigrante centroeuropeo dueño del criadero de pollos de la época de Rosas, y Svebor, el cocinero croata, ambos duchos en el manejo de la cuchilla. Y con respecto a la segunda persona, en el mismo momento en que Anchoa me relató el suceso de aquel paisano viajero de principios del siglo XIX que desapareció al dar la vuelta al ombú, lo asocié, no sé bien por qué, con Orellana, el mozo correntino.

Pero había un tercero en discordia. ¿Por qué no podría Johnatan, con su inexplicable afición por el tango,  haber sido unos de los muchachos que frecuentaban el bar en la época de Pernoglio?

Ya había llegado a la esquina de Cabildo y Echeverría, donde está el Banco Provincia, y me paré a descansar las piernas y la cintura, que cuando camino un poco me empieza a doler. Pero sobre todo, para quedarme unos minutos sin pensar en nada, mirando pasar la gente. 
A decir verdad, me parecía mentira estar elucubrando asociaciones entre teorías disparatadas e historias incomprobables. Pero cada vez que estaba por mandar al detective Choa y su troupe al diablo y buscar otro bar adonde ir a tomarme mis Hesperidinas, algo dentro de mí me decía que no, que averiguara un poco más.
Encima, como frutilla del postre, Anchoa había rematado el dislate con la historia esa de que “alguien”, estaría aprovechando que las ondas temporales del remolino que se formaría alrededor del ombú que supuestamente está justo en los fondos del bar, afectarían el cerebro de todos esos pobres incautos que estarían ahí adentro en busca de trabajo, y los transformarían en una especie de zombies que lo único que hacen es hablar por celular con cara de tontos. ¿Con qué objetivo?, me preguntaba.

Estaba sumido en esas cavilaciones, cuando me despabiló la inconfundible voz soplante del falso barrabrava:
- ¿Y, Doc? ¿Pudo cobrar la jubilación?
- ¡Mecachendié! ¡Me está siguiendo!
- Tranquilo, Tordo, no se persiga. Estoy yendo para el club ¿Llegó a alguna conclusión?
- No sé de qué me habla, Anchoa. Ya le dije que tenía que hacer un trámite.
Como de costumbre, daba toda la impresión de tener la capacidad de leerme el pensamiento:
- Qué raro que se fue sin preguntarme para qué le están haciendo el lavado de cerebro a toda esa gente que termina saliendo por la puerta celeste…
Me resigné a no seguir disimulando, y fui al grano:
- Está bien. Desembuche de una vez
- ¿Se acuerda de Decisiones Express?
- Cómo no me voy a acordar!. Por culpa de ese servicio me metí en este berenjenal…
- Bueno, ahí los tiene
- ¿A quiénes?
- A los que salen por la puerta celeste hablando por celular. Ellos son los decididores.  

- CONTINUARÁ -